Reactivando la esfera pública

Rodrigo Alonso


EN RETIRADA

Aun cuando en la década del sesenta se los atacó por considerárselos “elitistas”, los museos de arte fueron, desde sus inicios, espacios de democratización del patrimonio estético, lugares de la vida pública, de difusión de conocimientos comunes y de socialización de la cultura. Así fueron concebidos el Museo del Louvre en Paris y el Museo Británico de Londres –los primeros en abrir sus puertas– a finales del siglo dieciocho, pero también el Museo Nacional de Bellas Artes en Buenos Aires, y todos los organismos que el Estado argentino fue creando, a lo largo de la historia, con el fin de resguardar, conservar y promover la creación artística.
En los años recientes, las presiones económicas y políticas, sumadas a la creciente e irrefrenable mercantilización de las obras artísticas, han desdibujado aquella misión. La habitual lectura histórica y reflexiva sobre la que se sustentaban las colecciones fue dando paso a una política de exhibiciones cada vez más engarzada en el presente, determinando que los objetivos de los museos se acerquen peligrosamente a los del mercado del arte, y con ello, que su destino se balancee al ritmo de la producción artística contemporánea. El fenómeno tiene magnitud mundial y ha llevado a una reconsideración de las instituciones museísticas; no obstante, en los países donde éstas siguen dependiendo del Estado, su integración a la res pública continúa siendo un objetivo inalienable.
En Buenos Aires, sin embargo, los espacios artísticos oficiales se han transformado lentamente en reductos cuasi-privados, con escaso o ningún interés por su proyección comunitaria. En el mejor de los casos, los visitantes son números, pero a veces ni siquiera esos números cuentan: las políticas de exhibición, sencillamente, no responden a ellos.
Los museos públicos, abandonados a su suerte y a la capacidad de gestión de sus directores, entran en una relación cada vez más estrecha con el mercado y su circuito de influencias. Instituciones que en algún momento fueron más “abiertas” –como los centros culturales– albergando la producción de artistas jóvenes o poco reconocidos, tienden cada vez más a mostrar artistas consagrados, y los espacios universitarios, naturalmente dotados para la reflexión crítica y la experimentación, parecen haber perdido la capacidad de cumplir tal función, en un movimiento que señala dramáticamente el desmantelamiento de la universidad pública.
Quizás no sea casual que este progresivo desentendimiento de las instituciones del dominio de lo público –que coincide naturalmente con el gobierno menemista– haya sido paralelo a la consolidación de una estética formal y auto-referente, fuertemente individualista, que en su particular lectura del fracaso de las utopías vanguardistas propuso un divorcio con la realidad político-social, induciendo la idea de una imposibilidad del individuo contemporáneo para actuar en la esfera de lo público.
Según esta tesitura, el arte constituye un terreno completamente autónomo de la vida cotidiana. En tanto tal, es incapaz para actuar sobre ella; incluso no le es dado referirse a lo que en ella sucede. Los eventos que desembocaron en la crisis de diciembre de 2001, y toda una corriente de la producción artística argentina que se desarrolló simultáneamente, parecen haber cambiado los términos de esa fórmula: en lugar de un arte divorciado de la realidad es la realidad la que ahora parece haberse divorciado de ese arte.

RECONSTRUYENDO LA DIVERSIDAD

El predominio de una estética formalista en los noventa no constituye per se un aspecto objetable. La historia del arte local conoce innumerables corrientes en esa línea; algunas de ellas, ciertamente, de indudable valor. Más aún, es innegable la importancia que ha tenido y que seguramente conservará esa tendencia de fin de siglo en los recuentos históricos que nos sucederán, en tanto constituye un ámbito coherente de producción, original y audaz, que con todo derecho ha dejado su marca en la historia.
Lo que si debe señalarse como problemático es la especial coalición entre esa producción artística, el mercado y las instituciones, que ha determinado que creadores que trabajaban en líneas diferentes no consiguieran el ámbito de visibilidad adecuado para sus obras. La homogeneidad del circuito artístico de los noventa plasmada en los recuentos oficiales ha cerrado sus filas alrededor de una estética específica y aparentemente única, limitada y por momentos asfixiante, anulando la diversidad inherente a la producción artística de toda época.
Porque, de hecho, durante el mismo período, existe otro tipo de producción que establece una relación diferente con el entorno, más dialógica y permeable. Una serie de obras que se infiltran en el espacio público, que beben de su dinámica, que articulan en su discurso estético las limitaciones de las instituciones y de la propia autonomía del arte, que se re-desmaterializan, que trocan su soporte por medios poco explorados obligando a reformular miradas. Una producción que restablece el diálogo con las corrientes internacionales sin abandonar su posicionamiento local, que construye sus discursos a la luz de críticas y teorías, que no limita su capacidad para reflexionar al perímetro del marco pictórico.
Ciertamente, nos falta una distancia crítica adecuada para entender cómo se desarrolla esta corriente en las últimas décadas, y cómo se integra con una tradición histórica sepultada por las circunstancias políticas que desarticularon a la sociedad en su conjunto. Hace falta entender, no sólo el fenómeno en su singularidad, sino también, y fundamentalmente, las múltiples conexiones que lo ubican histórica y temporalmente en el seno de un circuito mucho más orgánico que el que la segmentación por décadas pareciera reflejar. Para esto, se hace necesaria una revisión profunda del arte de las últimas décadas, que se articule en una producción crítica de mirada sensiblemente más amplia.
Afortunadamente, esas miradas han comenzado a aparecer lenta pero claramente en los últimos años. La “década del sesenta” ha sido el foco de atención privilegiado, aun cuando la conformación de ese objeto de estudio como ámbito legítimo e independiente deba ser continuamente cuestionada. No obstante, las lecturas señaladas presentan el fenómeno como un entorno de parcialidades más que como un bloque significante definido, como un ámbito donde se entrecruzan producciones, prácticas y discursos diversos y heterogéneos antes que como una zona de confluencia y coherencia ideológica.
En vista de estos antecedentes, es fácil prever el surgimiento y crecimiento de una línea de pensamiento que rescate la diversidad de la producción artística de la última década. Algunos indicios marcan la vía hacia ese fin. La multiplicación de las discusiones y debates públicos, por ejemplo, señalan sin ambages que, en el terreno crítico, existe la necesidad de poner sobre el tapete temas que hasta hace muy poco parecían incuestionables o no merecedores de revisión crítica.

EL DESCENTRAMIENTO DEL CIRCUITO ARTÍSTICO

Por sus propias características, las obras que se articulan con la esfera pública evidencian el ambiente socio-político en el que nacen, de maneras más o menos confesadas, más o menos metafóricas. Eluden la inclinación a mirar su propio ombligo, pero también evaden la conformación de una estética regionalista fetichizada acorde a las agendas de la globalización. Entre estos dos horizontes –localismo autoreferente y exigencias globales– se presentan como prácticas opcionales, no cerradas, por momentos provisionales y casi siempre reflexivas.
Un aspecto clave a considerar en este contexto es la cuestión de los espacios. La proliferación de “espacios alternativos”, basados en la autogestión o impulsados por los propios artistas, es un hecho innegable. De igual forma cabe considerar los “eventos” organizados por artistas, en sus casas o en espacios públicos, en discotecas, bares, a cielo abierto. Estrategias que implican formas de difusión, interacción y “exhibición” experimentales; acontecimientos que en su voluntad por trascender las redes institucionales no dejaron huellas en otras instituciones, como la historia o la crítica.
La descentralización del circuito del arte es una de las claves para el cuestionamiento de la homogeneidad de tal circuito. Hasta no hace mucho tiempo, los artistas disponían de vías muy limitadas para exhibir su obra, para poner en circulación sus propuestas, para confrontarse con la mirada del público. Esos espacios, además, dependían casi exclusivamente de muy pocas personas. No existía forma de ingresar si no era a través de esas figuras, del cumplimiento de ciertas exigencias formales o del paciente trabajo de una insistencia casi ilimitada, que no siempre rendía frutos.
Hoy el arte circula por múltiples vías, y prácticamente no existen sitios que detenten un poder legitimante muy superior al de los demás. La diversidad del circuito asegura la pluralidad de la producción que circula por su seno, pero fundamentalmente, mina la muralla que crearon a su alrededor las instituciones líderes tras la recuperación democrática, restableciendo una sana interlocución que sólo puede fomentar la diferencia de opiniones, y con ella, la propia creación artística. En el juego entre espacios grandes y pequeños, centrales y alternativos, es donde se gesta la producción más interesante del arte argentino de hoy.
Una mención especial merece la circulación que ha comenzado a establecerse fuera del ámbito de Buenos Aires. Los últimos años han visto el florecimiento de gran número de espacios fuera de la capital, con una programación ajena a la porteña y el establecimiento de vínculos inter-institucionales que se desentienden de las directivas centrales.
Algunos de los polos de producción artística actual decididamente no se ubican en Buenos Aires. Lo hacen en Rosario, Córdoba, Tucumán, Mar del Plata o Mendoza, pero también en Misiones, Santa Cruz o Bahía Blanca. El nivel de magnitud de estos focos es probablemente inédito en la historia artística de nuestro país. Y a pesar que las “historias oficiales” tienden frecuentemente a subestimarlos, su protagonismo en el universo artístico nacional de los últimos años solo puede ser indiferente a una perspectiva obtusa, miope o tendenciosa.

EL CULTIVO DE LO EMERGENTE

En los últimos años toma impulso, igualmente, otra figura retórica: la del “artista emergente”. Si bien hoy esta “categoría” constituye prácticamente un cliché y su conformación induce frecuentemente a sospecha (desde la necesidad del mercado por renovar sus “productos” a la de los organizadores de exposiciones por demostrar una mirada atenta y actual), no debe sobreestimarse su gravitación en la escena artística argentina.
La necesidad de “artistas emergentes” también señala el agotamiento de los ya existentes, o por lo menos el desgaste de sus propuestas. No es casual, por tanto, que su protagonismo se incremente hacia finales de los noventa.
El artista emergente viene con una promesa de “aire nuevo”, con la expectativa de una relación incontaminada con el circuito. En él se permiten muchas producciones poco frecuentes en los artistas consagrados: que utilice medios no tradicionales, y en particular los efímeros, como la performance o las instalaciones; que realice obras independientes de su capacidad de ingresar al mercado; que no cumpla con las convenciones de la carrera artística.
Esos artistas no-institucionalizados se mueven, casi por definición, fuera de las instituciones, y en muchos casos incluso fuera del circuito del arte. Su interacción con el ámbito ya constituido es otra de las piezas vitales del diálogo con el entorno. Funcionando como bisagra entre las instituciones y el círculo informe de escuelas y talleres, entre las convenciones y reglamentos que aseguran la continuidad de agentes y creadores y la informalidad que solo se puede permitir a un no-iniciado, estos protagonistas nóveles incorporan otra ocasión para la interacción con el contexto extra-artístico.

REACTIVANDO LA ESFERA PÚBLICA

Por todo esto, no puede resultar extraño, y mucho menos oportunista, que algunos artistas contemporáneos renueven los diálogos con la sociedad, tanto dentro como fuera de las instituciones; diálogos que fueron claves en múltiples instancias de nuestra historia artística. Tampoco puede esgrimirse que se trate de una tendencia coyuntural: una parte importante de la producción artística pre-crisis, particularmente la producción fotográfica y cinematográfica de finales de los noventa, refutan esta afirmación. Si tomamos cualquier ejemplo del “nuevo cine argentino independiente”, no será difícil detectar una preocupación constante por la realidad y la vida cotidiana en Argentina, expresada como un terreno de relaciones problemáticas entre realidad social, economía y poder político. Lo notable es que, en el área de la producción cinematográfica, el comentario social no encuentra las mismas resistencias que persisten en el ámbito de las artes plásticas.
Pero incluso si fuera cierto que algunos artistas adquieren conciencia política y la trasuntan a sus obras como consecuencia de los eventos de diciembre de 2001 (¿pero acaso esto es cuestionable?), no es sino en las propias expectativas del campo artístico que ese movimiento encuentra eco y legitimidad.
Uno podría preguntarse razonablemente: ¿Por qué no sucedió lo mismo a finales del alfonsinismo, en medio del caos social, las huelgas generalizadas y los saqueos? Obviamente, las condiciones históricas, políticas y sociales, pero fundamentalmente la propia constitución del circuito artístico, no son las mismas en ambos momentos. Si la reconstitución democrática mantuvo la ilusión de una injerencia pública en la política durante el gobierno de Alfonsín, el menemismo se encargó definitivamente de dispersar tal ilusión. Durante la presidencia de Menem, el espacio público debió ser desactivado para evitar todo cuestionamiento o protesta en relación con su política de gobierno. Y así sucedió. Plazas privatizadas, ciudades encerradas en shopping centers, desactivación de las huelgas y las protestas obreras, abandono de las ciudades mediante una nueva cultura del confort desplazada hacia los countries...
Mediante todas estas estrategias, el espacio público dejó de encarnar una posibilidad de operatividad política. No porque haya dejado de tenerla, sino porque una paciente tarea de anulación de tal operatividad fue implementada sistemáticamente desde el poder. Y con el mismo impulso fueron desactivadas las instituciones artísticas. En éstas también se construyó la imposibilidad del compromiso.
Con la crisis de diciembre, la tendencia al abandono de la autonomía artística y su impulso contextual adquiere un nuevo ímpetu en la reactivación de la esfera pública. En el seno de un circuito y una estética asfixiantes, aparece como posibilidad (al igual que en la sociedad en su conjunto) la re-definición de legalidades, límites y márgenes.
Es en este sentido que no es nada desdeñable el impacto de la crisis en el circuito del arte, no ya como amenaza paralizante sino, al contrario, como horizonte de posibilidades. Una rápida mirada a la situación actual es suficiente: nuevos espacios, protagonistas, propuestas; discusión teórica, re-lecturas, debates. Un ámbito de efervescencia, desplazamientos, participación...



La ciudad-escenario: Itinerarios de la performance pública y la intervención urbana

Rodrigo Alonso


Desde que el ritmo urbano comenzó a dictar el compás del hombre moderno, las ciudades ocuparon un lugar central entre las problemáticas promotoras de la producción estética.
El desarrollo de las vanguardias artísticas a comienzos del siglo pasado estuvo relacionado íntimamente con el surgimiento y desenvolvimiento de las metrópolis europeas. La obra de los jóvenes artistas del momento recoge esa influencia en referencias indirectas a su ritmo, organización y velocidad, y en alusiones explícitas a la vida ciudadana, su cultura, sus placeres y sus controversias sociales. Pero las ciudades ejercieron también otras atracciones sobre estos autores, ya que constituían el escenario privilegiado de la confrontación política en la que muchos de ellos se encontraban involucrados, y el ámbito que habitaba el “hombre nuevo” al que dirigían sus esfuerzos creativos. Era ese, asimismo, el teatro donde resonaba con potencia la máquina, fuente de inspiración de gran parte de la estética vanguardista.
Si bien las utopías sobre el hombre nuevo y su destino comunitario se desplomaron tras la Segunda Guerra Mundial, el arte posterior a la década del ‘50 no dejó de ser profundamente urbano. El Pop Art es, quizás, quien mejor verifica esta afirmación, pero todo el arte conceptual posterior lleva también las marcas del entorno que impregna la experiencia vital del habitante de las grandes capitales.
Según Rosalyn Deutsche (1) , la historia del arte ha recogido este vínculo entre el arte y la ciudad estableciendo principalmente cuatro tipos de relaciones básicas: (1) la ciudad como tema del arte, (2) el arte público o arte para la ciudad, (3) la ciudad como obra artística y (4) la ciudad como influencia sobre la experiencia perceptual o emocional de los artistas que se “refleja” posteriormente en la obra.
Uno de los problemas básicos de esta categorización es que considera al arte y a la ciudad como entidades autónomas y definidas (2) . Sin embargo, ni uno ni la otra son realidades estables, sino construcciones parciales en perpetuo cambio y redefinición. Ni el arte ni la ciudad pueden pensarse como cuerpos coherentes y auto-contenidos, “a priori” o trans-históricos. Por otra parte, esta clasificación establece una marcada separación entre los términos en juego. La ciudad aparece como ajena y externa al artista; éste puede incorporarla a su obra o verse influido por ella, pero no se contempla la posibilidad de que la ciudad sea una parte constitutiva de su trabajo, una voz incorporada a su diálogo con el espectador.
Aceptar una relación fluida e integrada entre el arte y la ciudad conlleva una serie de riesgos teóricos y prácticos que muy pocos están dispuestos a afrontar. La convalidación de este tipo de relación nos llevaría a constatar, por ejemplo, la ambigüedad de las fronteras entre la obra artística y su contexto, entre el arte y el no-arte, o a aceptar su confrontación con un espectador no preparado, que podría decodificar de manera “errónea” o “aberrante” su sentido o, lo que es aún peor, no llegar siquiera a detectarlo.
Aún así, la tendencia a abandonar las instituciones artísticas y trabajar en el espacio público, constituye una estrategia común en gran parte de los jóvenes artistas argentinos contemporáneos. Quizás porque sienten que su obra no tiene cabida en dichas instituciones, porque les resulta difícil acceder a ellas con sus propuestas, o simplemente porque consideran que la ciudad es el entorno que mejor extrae la materia significante de sus trabajos, un sector considerable de creadores ajenos al discurso hegemónico busca manifestar sus ideas en la arena pública, apelando a la respuesta estética de espectadores ocasionales y desprevenidos.
Existe, por otra parte, la necesidad de recuperar la ciudad y sus espacios para la práctica artística. La autonomización de esta práctica y la de su circuito de circulación, ha producido un confinamiento asfixiante del sistema del arte que lo ha alejado progresivamente de muchos de los espacios donde éste era capaz de construir sentido social. Concomitantemente, el ámbito público ha sido transformado en patrimonio de las clases dirigentes, de instituciones y corporaciones que neutralizan su potencial de manifestación y expresión comunitaria. Esta metamorfosis, paralela al desarrollo de las sociedades burguesa e industrial, y sustentada en el ejercicio discursivo de los sucesivos poderes políticos, fue desenmascarada por los artistas más destacados de la vanguardia con su insistencia en la reinserción del arte en la praxis vital. Mucho se ha dicho y hecho al respecto desde entonces, pero el resurgimiento de propuestas orientadas en esta dirección señala claramente que no se trata de un tópico de manera alguna clausurado.
En 1989, el Grupo Escombros promovió la ocupación de una cantera abandonada en las cercanías de la Ciudad de La Plata, convocando a artistas de todas las disciplinas a conformar un centro de libre expresión que denominaron La Ciudad del Arte. Esta ciudad no poseía curadores ni revisores: su organización, colectiva y descentrada, buscaba precisamente evitar todo marco institucional o coercitivo que regulara las actividades del encuentro. El lugar elegido era una zona industrial fuera de circulación, un resto social supuestamente “improductivo”. Con su intervención, el Grupo Escombros recuperó la productividad del lugar pero en otro terreno –el artístico– generando un impacto social no necesariamente menor. Gran parte de los cientos de artistas que respondieron a la convocatoria eran completamente ajenos al circuito institucional del arte argentino, como también lo era el público que asistió a las jornadas del evento. La importancia de esta magna movilización colectiva excede claramente la mera evaluación en términos estéticos, proyectándose al problemático terreno aludido anteriormente, donde la acción artística tiende a diluirse en su contraparte social.
Partiendo de una propuesta de menor repercusión pública, pero igualmente evasiva de los marcos institucionales, los integrantes del Grupo Cero Barrado han intervenido las mesas de numerosos bares distribuidos por toda la ciudad de Buenos Aires creando obras específicas para tales soportes. La intención de estos artistas no es, ciertamente, que las obras sean contempladas como tales, sino que sean “usadas”, como sucede con cualquier mesa de bar. Se prevé, incluso, que el cliente pueda intervenirlas y hasta destruirlas, apreciarlas o ignorarlas. Lo que seguro no se pretende –y el entorno colabora netamente en este sentido– es que sean sacralizadas por el influjo legitimante del circuito artístico ni por la mirada diferenciada de sus espectadores. Apartadas de ese circuito e insertas en un centro neurálgico de la vida ciudadana porteña, su fruición se confunde con el rito del desayuno, la lectura del diario, el encuentro de amigos o la reunión de trabajo, desinteresada e inadvertidamente, reclamando su lugar en el mecanismo vital de la ciudad.

UN ARTE AL MARGEN


En Latinoamérica, las prácticas artísticas pensadas para la ciudad se diferencian plenamente de las similares que se producen en los países centrales. En éstos suelen existir organismos oficiales o privados que diseñan, financian o subvencionan el arte público, invirtiendo grandes sumas de dinero en proyectos tendentes al “embellecimiento” o la “humanización” del entorno urbano. La obra ingresa a un espacio público organizado oficialmente, incluso en sus manifestaciones estéticas. El sitio destinado a su emplazamiento está predeterminado; aquélla simplemente debe “acomodarse” al lugar que le ha sido asignado, evitando producir conflictos con el entorno y manteniendo, en la mayor medida posible, su autonomía respecto del contexto en el que ha sido ubicada. Su objetivo manifiesto es “estetizar”, para lo cual todo atisbo de diálogo con el entorno tiende a ser neutralizado, contenido o “enmarcado”.
Esta concepción es radicalmente opuesta a la que rige las intervenciones urbanas que se generan al margen de las organizaciones oficiales, y que constituyen la práctica más común en los países latinoamericanos. No se trata aquí de reproducir las condiciones con que las instituciones invisten a sus objetos en un espacio exterior a ellas, sino de erosionar el principio mismo de la autonomía artística hasta debilitarlo seriamente, para confrontarlo con la experiencia cotidiana del hombre común y con horizontes significantes que no han sido pre-moldeados (o por lo menos, no en un grado importante) por dichas instituciones.
Es así como la ciudad se constituye en un terreno de diálogo, pero también, en un horizonte de conflicto. Las tensiones propias del contexto ciudadano se integran a la obra y se hace imposible pensar en ésta desligada de las condiciones políticas, sociales, culturales y económicas que atraviesan la experiencia viva de la comunidad. Su alejamiento del circuito artístico no sólo redunda en un cambio de ambiente, sino también en la reconsideración de la obra en función de sus relaciones implícitas con el entorno socio-político y cultural para el que ha sido creada, relaciones que el “cubo blanco” de la galería o del museo tienden a anular.
La irrupción de la obra en el espacio público apela de manera insistente al transeúnte transformado en espectador casual. Esto determina la necesidad de optimizar sus aspectos comunicativos, ya que de éstos depende el grado de participación que se obtendrá de esta audiencia eventual.
El énfasis en los aspectos comunicativos no implica necesariamente una adaptación de la obra a los lenguajes o códigos populares (lo que la traduciría al formato divulgativo de los mass-media). Se trata, más bien, de resaltar cierta voluntad comunicativa subyacente en la propuesta original sin descuidar su productividad estética y su conflicto con el entorno. Los planteos diseñados verdaderamente para el espacio público dependen de un equilibrio muy sutil y precario entre los postulados estéticos y el recurso a lenguajes de significación social, lo que los enfrenta a un alto nivel de riesgo y exposición. Desprovistos de la red de contención institucional, oscilan entre la productividad estética y el fracaso semántico más absoluto, señalando el carácter fundante del contexto concreto en la configuración de su interpretación y de su sentido final.
Cuando estas condiciones no se cumplen, las obras apenas pueden liberarse de las determinaciones discursivas del circuito artístico. Es por esto que frecuentemente, incluso en los espacios más alternativos, muchas de ellas no logran franquear el marco institucional. Transplantadas fuera del circuito artístico son tan herméticas como dentro de éste, con lo cual su confrontación con el entorno social carece de todo sentido y su relación con el habitante urbano se establece en los términos de una indiferencia total.
La negación del marco institucional interpretativo determina la necesidad de construir un entorno de meta-comunicación que califique la intervención o la acción, en vistas a evitar su completa asimilación en el contexto con la consiguiente pérdida de su eficacia conceptual, estética o reflexiva. Estos aspectos meta-comunicativos son difíciles de generar, lo que muchas veces pone en peligro el destino y los objetivos de estas intervenciones.
Para la conmemoración del cincuentenario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, Alejandra Bocquel y Carina Ferrari ejecutaron una acción pública cuya interpretación dependía de tal instancia meta-comunicativa. La acción consistía en la exhibición de carteles con frases verbales discriminatorias, formadas por una referencia a un grupo social o cultural y una expresión calificativa ofensiva invariable (“gordo de mierda”, “macho de mierda”, “sudaca de mierda”, “puto de mierda”, “yanqui de mierda”, etc.). En su recorrido por las innumerables expresiones discriminatorias de este tipo que circulan socialmente, las artistas ponen de manifiesto no sólo su realidad puramente lingüística, sino también, la imposibilidad de no verse involucrado en una de ellas. El juego combinatorio es tan arbitrario como la discriminación misma. Pero para llegar a esta conclusión, es necesario acceder al nivel meta-comunicativo (en este caso, irónico) de la pieza. En todo otro caso, la obra puede ser entendida como ofensiva y discriminatoria, precisamente en el sentido inverso al que pretende circular.
Las recientes acciones de Fabiana Barreda, pertenecientes al proyecto Hábitat: Reciclables (1999), transitan un riesgo similar ante la ausencia del marco institucional interpretativo. Su irrupción en el espacio público ha sido acompañada por reacciones de sorpresa y aprobación, pero también, de desconfianza e indignación. Vestida con un traje conformado por el packaging de productos alimenticios, Barreda realiza un pequeño ritual con la gente en el que transforma un producto de consumo en una pequeña vivienda imaginaria en las manos abiertas de sus interlocutores. Sin embargo, muchos de éstos, temerosos ante la presentación tan extraña de la artista o acobardados ante la posibilidad de ser los blancos de una broma –debido a la generalización de las cámaras ocultas en la televisión– generan una resistencia que muchas veces coarta la ejecución y el sentido de la performance. Es en este enfrentamiento a ciegas con los horizontes interpretativos reales de la gente, donde estas acciones reflejan el carácter conflictivo de las fronteras entre los contextos intra y extra-artísticos.

LA CIUDAD, ESCENARIO DE CONFRONTACIÓN
Por su misma naturaleza, la intervención urbana es netamente política, en tanto se perpetra en el seno de la vida ciudadana, sin anuncios ni señales. La mera ocupación o actuación en el espacio público, establece una tensión entre éste y quienes, conmoviendo los órdenes implícitos de la estructura social –su “habitualidad”– se apropian de la ciudad, transformándola en el escenario de sus proposiciones particulares. Este conflicto suele proyectarse hacia una reflexión sobre los lábiles límites entre lo público y lo privado, uno de los ejes semánticos más comunes en este tipo de intervención.
Sin embargo, las implicancias de estos actos exceden ampliamente ese aspecto evidente. Como teatro de fuerzas sociales, políticas, culturales y económicas, la ciudad constituye un campo de negociación de representaciones, roles e identidades en el que se ponen de manifiesto –por momentos, en formas muy crudas– las discrepancias e incomplementariedades de amplios sectores de la sociedad.
En su entramado profundo, la ciudad alberga luchas de poder, sistemas de diferenciación y discriminación social, zonas de visibilidad y de exclusión espacial, conflictos entre el patrimonio público y la propiedad privada, dispositivos de coerción y aparatos de opresión, normas de convivencia comunitaria, sub-grupos que minan la identidad colectiva con sus identidades particulares. Aún cuando una obra se oriente sólo a un sector de este complejo y problemático tejido, lo cierto es que la totalidad conforma el contexto semántico del que finalmente emanará su sentido.
Veámoslo en algunos ejemplos. En Buenos Aires, el Grupo Fosa ha comenzado recientemente una serie de performances que consisten en dormir en espacios públicos. Con unas simples bolsas de dormir, los artistas modifican el entorno comunitario introduciendo en él una elemental acción cotidiana, posicionando en el ámbito colectivo un acto supuestamente privado. El planteo parece elemental, pero basta ver la reacción de la gente a este desajuste en la estructura de la realidad para comprobar el carácter altamente problemático que involucra. El cambio de contexto produce una tensión que no se resuelve fácilmente en la confrontación entre lo público y lo privado. Para los habitantes de una ciudad como Buenos Aires no es inusual encontrar personas durmiendo en la calle; de hecho, el drama de los “sin-techo” ha adquirido una amplia notoriedad en los últimos años. Sin embargo, los integrantes del Grupo Fosa no pertenecen a ese sector social sino, con mayor probabilidad, al de los transeúntes que se encuentran con estos cuerpos inertes en la ciudad. No parecen estar allí por necesidad sino por algún motivo incomprensible; ese motivo ignoto es probablemente uno de los elementos más perturbadores en las performances de la agrupación. Lo más curioso es que, si bien la obra ha sido diseñada en respuesta a un hecho generado estrictamente dentro del circuito artístico –un acto de censura (3)– su emplazamiento en la ciudad la ha dotado de fuertes connotaciones sociales, que se captan fácilmente en las reacciones de los propios ciudadanos; concretamente, éstos suelen interpretarla como un acto de protesta por la ausencia de trabajo o de una política de vivienda eficaz, incorporando la acción del grupo al ámbito de sus propias preocupaciones sociales.
En el extremo casi opuesto se encuentran las señalizaciones del Grupo Costuras Urbanas de la provincia de Córdoba. Mediante un sencillo acto, los integrantes del grupo exhiben las modificaciones del espacio público surgidas como consecuencia de la política económica liberal de los últimos años, designando literalmente las privatizaciones del patrimonio colectivo. Aquí, los conceptos público y privado están enraizados en el discurso económico-jurídico del derecho a la propiedad, pero para un país con una tradición estatista como la Argentina, involucran asimismo una cuestión de identidad nacional. Las señalizaciones remarcan que cada vez existen menos lugares donde uno puede sentirse “como en casa” en tanto crece, invisible y subrepticiamente, la corporativización y expropiación del patrimonio común.
Dentro de la misma realidad, pero desde una perspectiva algo diferente, Jorge Aregal ha trabajado sobre el discurso corporativo de las empresas privatizadas y su particular manera de dirigirse a sus usuarios. Aplicando las estructuras formales de las comunicaciones epistolares corporativas a situaciones absurdas emplazadas en el espacio público –a lo largo de las vías del tren de la ciudad de Mendoza, abandonadas por la falta de rentabilidad de este sistema de transporte– el artista provoca un cortocircuito semántico en el eventual receptor del mensaje. “Queridos visitantes: Muchos de los objetos situados en este lugar se encuentran activados. No tocar. Muchas gracias. Felicidades”, reza uno de los carteles, ubicado en un entorno desolado, mientras otro recomienda: “A nuestros queridos e inquietos jóvenes: Está terminantemente prohibido tocarse. Evite consecuencias. Denúncielo. Gracias y a triunfar!”. En el carácter aparentemente absurdo de los mensajes, se esconde un discurso altamente autoritario aplicado al espacio público, que Aregal pone al desnudo con humor, pero también, con implacabilidad.

Los integrantes del Grupo Arte Callejero han recurrido a los carteles y las señalizaciones, pero con un objetivo bien diferente. Sustentados en la historia política reciente, utilizan esas formas de marcación para destacar públicamente los lugares en los que habitan los militares que protagonizaron la represión ilegal durante la última dictadura. Esta acción tiene un equivalente en los “escraches” que realiza la asociación H.I.J.O.S., una sucedánea de las agrupaciones Abuelas y Madres de Plaza de Mayo. En estos escraches, grupos de militantes se manifiestan frente a las casas de los represores, alertando a sus vecinos y al pueblo todo sobre la presencia de estos personajes en el seno de la sociedad. El Grupo Arte Callejero ha encontrado una solución estética, no por eso menos política, a la práctica del escrache. Esta solución se apropia de la materialidad discursiva comunitaria y de sus sistemas de señalización para generar un mensaje de mayor duración, traducido al lenguaje de la ciudad y sancionado enunciativamente por sus propios habitantes.

FIGURAS EN EL PAISAJE GRÁFICO

En su afán por intervenir masivamente sobre el espacio urbano, algunos artistas han utilizado uno de los medios de expresión más difundidos en este ámbito: los carteles publicitarios. Producidos artesanalmente o recurriendo a medios industriales, estos carteles se integran con facilidad al lenguaje de la ciudad, disimulándose sin inconvenientes en su paisaje visual.
Sin embargo, y a diferencia de los afiches comerciales ordinarios, los producidos por artistas constituyen indefectiblemente una presencia disruptiva en el panorama gráfico de la urbe. Más allá de sus objetivos concretos –sorprender o concientizar, confrontar o promover la participación de la gente– su ubicación en el espacio público se establece siempre en el marco de un campo de tensiones desde donde se interpela con fuerza al transeúnte, en un intento por capturar su atención, neutralizando, al mismo tiempo, la competencia de la sobrecarga publicitaria de sus vecinos.
Supuestamente, los afiches constituyen una de las formas de comunicación social más eficientes. Sin embargo, su estatuto no es estrictamente comunicativo sino difusor de mensajes, en tanto no prevé una vía de respuesta de la misma efectividad. Su emplazamiento urbano no desestima la acción de la gente, pero no han sido diseñados para promover tal acción.
Últimamente, y siguiendo algunas tendencias del marketing contemporáneo, el cartel ya no se define por lo que promueve sino por su pura presencia. Se busca saturar el entorno de los caminantes con una imagen reconocible y no comunicar ni describir las bondades de una oferta. El reemplazo de la promoción del producto por la primacía de la marca enfrenta al observador a un universo de símbolos visuales sin profundidad, nimios pero omnipresentes, bajo los cuales el espacio social se diluye en una profusión de efectos gráficos y esloganes ingeniosos, que sepultan las condiciones reales de la existencia ciudadana.
En 1998, Pablo Boneu se propuso contrarrestar la sobrecarga informativa mediante afiches vacíos que produjeran un descanso visual e intelectual, ante al elevado nivel de polución de imágenes que introducen los carteles publicitarios. Su intervención se conoció como La Estética de la Omisión, y si bien la propuesta parece, a primera vista, muy sencilla, tuvo que esperar casi un año para su realización, ante la recurrente negativa de las agencias de publicidad a permitir que tal acción tuviera lugar. En una sociedad en la que cada centímetro de espacio gráfico cotiza a un valor muy elevado, la propuesta de una intervención de este tipo constituye un acto altamente problemático. De todas formas, la reacción parece exagerada, sobre todo si pensamos que el promedio de duración de los carteles en la vía pública fue inferior a los tres días.
Desde su creación, el Grupo La Mutual Art Gentina ha incorporado el afiche callejero como medio principal de manifestación. Sus intervenciones integran frases famosas con las de sus integrantes, en tópicos que van desde la declaración política hasta la poesía, canalizadas a través de carteles coloridos y de composición uniforme, que invocan la atención del peatón. El sentido general de las frases propone una reflexión sobre la realidad actual, tanto cultural como política, exigiendo que el transeúnte se olvide por un momento del sobrecargado ritmo ciudadano, trocando la lectura en un instante de meditación.
La exigencia de los carteles de Carlos Filomía es aún mayor: sus dibujos con viñetas vacías están diseñados para acoger la participación activa de los paseantes de la ciudad. El artista suele realizar estas intervenciones en épocas cercanas a las elecciones políticas. En esos momentos especiales, donde la gente parece necesitar vías para expresar su opinión sobre las acciones de gobierno y las promesas electorales, la ciudad se cubre de estos carteles enigmáticos que incitan a la manifestación pública de las ideas. Los afiches se pueblan entonces de críticas, bromas, insultos, reclamos, expresiones de indignación, impotencia, burla o dolor. La obra se transforma así en una vía para la liberación de fuerzas ocultas y reprimidas, un espacio de acceso público para quienes no suelen tener tal acceso, un ámbito de expresión anónima, sin censuras ni restricciones, que funciona como caja de resonancia de los discursos subyacentes en el entretejido social.
Por su forma comunicativa directa, el afiche es quizás uno de los medios más efectivos para interpelar al ciudadano. Sin embargo, desde el punto de vista artístico, su efectividad no es necesariamente superior a la de otras formas de intervención pública. Tanto los carteles como las acciones y otras formas de presencia en el espacio público, dependen en última instancia de la puesta en funcionamiento de dispositivos conceptuales que superen la mera estetización y el mero impacto sensorial, en vistas a la conformación de un sentido que recupere los aspectos más emblemáticos del discurso social para el arte. Ciertamente, existe otro elemento primordial en la caracterización del conjunto: el particular momento histórico en el que las acciones e intervenciones han tenido lugar. Todas ellas, sin excepción, dependen de este modificador histórico en el que finalmente se resuelve la fuerza de su propuesta conceptual.
Los acontecimientos cambian, el tiempo pasa, y la historia del arte sigue insistiendo en su manía objetualista. Sin embargo, pocas experiencias estéticas consiguen, como éstas, capturar la productividad del hecho artístico en su significación social y cultural, exhibiendo, al mismo tiempo, sus propias limitaciones y las del circuito artístico del que, finalmente, extraen su sentido.

"Las ciudades" Silvia López Rodríguez

Hablar de la imagen poética de la ciudad sería hablar del ser propio de la ciudad, partiendo de la variabilidad en las percepciones del ciudadano. La realidad se erige como matriz generadora de las poéticas de la ciudad, y el ciudadano como catalizador de los procesos de creación y re-creación de la ciudad. La ciudad no sería una realidad en sí, sino para nosotros, puesto que la percepción activa consistiría en el reconocimiento individual y subjetivo de la realidad visible para cada uno de nosotros. En definitiva, podemos hablar de una Percepción Significante, como experiencia originaria de la ciudad, donde la percepción sería el puente entre el sujeto y la realidad construida (ciudad).
Se puede decir que la percepción significante y la construcción “mental” de la ciudad sigue las pautas de un proceso simbólico-semiótico, con la indispensable participación activa del ciudadano a través de su transmutación por diferentes estados o figuras simbólicas: en un principio el ciudadano actuaría como un lector, leyendo en su itinerario cotidiano la escritura de la ciudad, configurando un lenguaje personal para descifrar lo que encuentra. Después actuaría como escritor, interiorizando sus percepciones y proyectando sus imágenes mentales sobre la ciudad, iniciando una búsqueda consciente de respuestas, encontrando su propia ciudad. Es por tanto que la ciudad se presenta como conciencia arquitectónica que se va construyendo a lo largo de la vida del ciudadano.
Las ciudades son un conjunto de muchas cosas: memorias, deseos, signos de un lenguaje; son lugares de trueque, como explican todos los libros de historia de la economía, pero estos trueques no lo son solo de mercancías, son también trueques de palabras, de deseos, de recuerdos” (Calvino 1972: p.15).
La génesis de la ciudad se desarrolla en el contexto de un proceso poético, atravesando un laberinto entre imaginación, sensación y conocimiento.
Hablar de la imagen poética de la ciudad sería hablar del ser propio de la ciudad, partiendo de la variabilidad en las percepciones del ciudadano (que es, a mi entender lo que Gastón Bachelard llamaba transubjetividad de la imagen): “Solo la fenomenología –es decir la consideración del surgir de la imagen en una conciencia individual- puede ayudarnos a restituir la subjetividad de las imágenes y a medir la amplitud, la fuerza, el sentido de la transubjetividad de la imagen. La imagen poética es esencialmente variable. No es, como el concepto constitutiva” (Bachelard 1988: p.10). El lugar está definido por Aristóteles como “la primera envolvente inmóvil, abrigando cuerpos que pueden desplazarse y emplazarse en él” (Aristóteles citado por Muntañola 2000: p.12).
Podemos decir entonces que el lugar es el contenedor del hombre y su historia, distinto aunque no obstante en resonancia con su contenido. La ciudad como lugar que “agrupa y exterioriza la forma con que agrupa al hombre” ( Muntañola Thornberg 2000: p.12), permite al individuo recorrer su historia y a la vez permite a la historia situar al individuo. La ciudad se establece como vehículo entre la historia y el sujeto, el material base sobre el que el individuo se expresa, “el medio expresivo, el sueño construido o constructible” (Muntañola Thornberg 2000: p.19). El individuo se reconoce íntimamente con el lugar a través de su historia, cuando esta razón se rompe, el ciudadano se encuentra desorientado y “el lugar se vuelve insignificante, difuso, confuso, y en el límite, se confunde con la muerte, la cual no atiende a razones” (Muntañola 2000: p.17).
La Fenomenología de la Percepción de Maurice Merleau-Ponty, propone al individuo como cuerpo sujeto, como mediador activo entre el sí mismo y el mundo. El cuerpo es, un modo de acceder al mundo y a la vez un modo de surgimiento del mundo: “Desde el momento en que mi ser está abierto al mundo, polarizado hacia él, y las cosas no son en sí, sino realidades para mí, la percepción externa no será otra cosa que el momento en que esa realidad se abre a la mirada de mi subjetividad encarnada y orientada hacia el mundo” (Merleau-Ponty 1969: p.275-276). El ciudadano como centro de nuestra investigación es el vehículo que proporciona la misma percepción; percepción que estaría en relación con el conocimiento y la sensibilidad (Véase Esquema 1), y que se elevaría como experiencia originaria de la ciudad. De esta manera, la percepción radicaría en el reconocimiento, más allá del medio actual, de un mundo de cosas visibles para cada uno de nosotros bajo una pluralidad de aspectos.
La ciudad percibida se hallaría entramada en nuestra historia personal, pues sería la ciudad tal como nosotros la vemos, un momento de nuestra historia individual. Por lo que, la ciudad no sería una realidad en sí, sino para nosotros, teniendo en cuenta que “la cosa no puede ser jamás separada de aquel que la percibe, no puede ser jamás efectivamente en sí, porque sus articulaciones son las mismas que las de nuestra existencia y se pone al principio de una mirada o al término de una explosión sensorial que la inviste de humanidad” (Merleau-Ponty 1969: p.370).
Esto según Merleau-Ponty sería únicamente posible partiendo de un sujeto comprometido y no de una conciencia de testigo. La ciudad, como objeto de nuestra percepción, posee una naturaleza ambigua, participando de la ambigüedad de la misma existencia humana en cuya historia está inserta. De esta manera, la realidad sería la base o la matriz generadora de todas las poéticas de la ciudad, estableciendo una unión certera entre arte y conocimiento.
El ciudadano partiendo de su subjetiva sensibilidad actuaría como catalizador de los procesos de creación y re-creación de la ciudad, puesto que como hemos dicho anteriormente la percepción activa consistiría en el reconocimiento de la realidad visible para cada uno de nosotros. Como consecuencia, se generaría una poética que no se reduciría a la mera producción de un entorno-receptáculo de los intereses del ciudadano, sino que se trataría del aprendizaje de una actitud “artístico-creativa” que conduciría a una re-interpretación de la ciudad ya existente, para volver a descubrirla y re-construirla.
En definitiva, podemos hablar de una Percepción Significante, como experiencia originaria de la ciudad, donde se hace necesaria la presencia de tres elementos :

1° La Realidad Construida: Una realidad que no es en sí, sino que depende del sujeto que la percibe, pues forma parte de su historia y actúa como lugar que envuelve y agrupa al hombre, desde donde el ciudadano pone en funcionamiento un proceso sensitivo.

2° La Sensibilidad: Actúan como vehículos y puentes entre la realidad exterior y la realidad interior del ciudadano. Es la base para el conocimiento y la creación de una ontología de la ciudad.

3° El Conocimiento: el ciudadano a través de un proceso cognitivo, recoge la información necesaria aportada pos sus sentidos para elaborar imágenes, mapas mentales de la ciudad, una poética personal y subjetiva de la ciudad.

En este punto el ciudadano revierte el proceso de aprehensión para traducirlo en construcción, que a través de procesos artístico-creativos plasmará de nuevo en la Realidad Construida. Al percibir el sujeto la ciudad como un conjunto de estructuras significativas, la percepción se convierte en una auténtica comunicación entre habitante y ciudad. Como resultado de esta consideración aportamos dos figuras simbólicas que aparecen como actitudes del individuo-habitante de la ciudad, como alentador de rastreos, y cazador de trazas de invisibilidad que afloran a la superficie a través de mecanismos mentales que intentaremos descubrir.
Podríamos decir que la percepción significante y la construcción “mental” de la ciudad sigue las pautas de un proceso simbólico-semiótico, con la participación activa del ciudadano a través de su transmutación en dos estados diferentes o figuras simbólicas:
1° Ciudadano-lector de la ciudad.
2° Ciudadano-escritor de la ciudad.


Primer estado: CIUDADANO-LECTOR


El ciudadano puede encontrar a la ciudad como encuentra a una persona. La ciudad tiene una fuerza poética, una capacidad para personificar ese encuentro, en la profundidad de sus lugares, que son los lugares del hombre, construidos por el hombre, donde se aglutinan sus historias, quedando incrustadas entre rincones y paredes. “En cada instante hay más de lo que la vista puede ver, más de lo que el oído puede oír, un escenario o un panorama que aguarda ser explorado” ( Lynch 1974: p.9); el ciudadano, como un lector, va leyendo en su itinerario cotidiano la escritura de la ciudad, “ve lo que está escrito” (Belpoti 1997: p.40); pero ver, significa percibir las diferencias y discontinuidades del espacio; ver significa distinguir lo visible y lo invisible en lo que le rodea. Su paseo trasciende los modos de lo anecdótico, para convertirse en el método, metáfora de la forma misma de la experiencia de lo real. “El paseo establece unos modos específicos de relación entre el recuerdo, la atención y la imaginación. El paseante busca el encuentro con un presente que le ofrezca su rostro, es un cazador de rostros, como de otros tantos mundos posibles, como de otras tantas posibilidades del mundo” (Morey 1999: p.95,101). El que ha aprendido a leer, pasa de la imágenes de los elementos construidos y trazados en la ciudad, a las imágenes en su imaginación misma; entonces “el mundo se le manifiesta como experiencia espacial, codificada mediante las formas, el color, el valor, la dimensión, la dirección, la textura, la posición, que constituyen los subsistemas del conjunto espacio” (Belpoti 1997: p.43). El lector de la ciudad, configura un lenguaje personal para descifrar lo que encuentra. A pesar de la hegemonía de la visión y la retina en la percepción de la ciudad, cada experiencia significativa es multi sensorial. “Cualidades como la materia, el espacio y la escala se miden por medio del ojo, el oído, la nariz, la piel, la lengua, el esqueleto y los músculos. Normalmente no nos damos cuenta de que un elemento inconsciente del tacto está irremediablemente reflejado en la visión; cuando miramos el ojo toca, e incluso antes de mirar un objeto ya lo hemos tocado” (Pallasmaa 2001: p.34). Los sonidos, los olores, los sabores, los cambios de temperatura,... sirven para registrar el mundo. Los olores nos hablan del lugar donde nos encontramos –el olor de una panadería cercana, o de los excrementos en los callejones..-, los sonidos nos dictan el tamaño de un espacio (la distancia que hay entre tú y el emisor) –los ladridos lejanos de un perro, la propia voz en los interiores, el ruido de los pasos sobre diferentes pavimentos...-, el tacto de las cosas te habla del material y del ambiente –la temperatura de un vidrio, la rugosidad de una pared de piedra...-, el sol en la cara, la humedad al respirar,... todos los sentidos se concatenan y relacionan, traspasando nuestros esquemas mentales y ofreciendo nuevas experiencias, haciendo que nuestra vivencia de la ciudad sea exclusiva e individual, pues “la percepción del mundo es la única maravilla distinta para cada uno de nosotros, y aquella de la que seguramente somos menos conscientes” (Zarraluki 2000: p.143). En 1890 Bernand Berenson sugirió que cuando se experimenta una obra artística, imaginamos un encuentro físico a través de sensaciones ideadas a las que llamó valores táctiles; la ciudad evocaría en el ciudadano esas sensaciones ideadas, haciendo que su experiencia urbana, del mundo y de él mismo, sea más intensa. La percepción genuina de la ciudad sería una percepción artística de la ciudad, y dependería de la visión periférica anticipada y transformadora de las imágenes en un compromiso corporal y espacial que impulsaría a la participación.

Segundo estado: CIUDADANO-ESCRITOR

La ciudad no es capturada solamente por los sentidos, sino que se interioriza e identifica con nuestro propio cuerpo y con nuestra experiencia existencial. El habitante interioriza sus percepciones revirtiendo el proceso y proyectando sus imágenes mentales sobre la ciudad, identificándola con su propio cuerpo e identidad existencial. El ciudadano revierte el proceso y proyecta sus imágenes mentales sobre la ciudad, realizando por tanto un acto creativo, “pues es en el trabajo creativo, donde el artista participa directamente con su experiencia existencial y corporal antes que con un planteamiento exterior lógico” (Pallasmaa 2001: p.37). La ciudad se va trazando, escribiendo, siguiendo la historia y las historias de sus habitantes, materializando las imágenes de su imaginación: personas, cosas, paisajes, situaciones,... registrándolas entre sus elementos, espacios y lugares, para después evocarlas con una simple mirada del habitante. El ciudadano-artista interioriza las percepciones-sensaciones del entorno, relacionándolas a los lugares, y estableciendo conexiones entre el medio físico y sus sentimientos y recuerdos; le da significado a esos lugares, a los rincones de la ciudad, al mundo; les da nombre. En su memoria realiza una especie de registro acumulando datos y ordenándolos en el mapa conceptual que realiza de la ciudad. La ciudad se convierte pues, en un fondo que actúa como soporte de las actividades y percepciones urbanas, manteniéndose como el arte, suspendido entre la certeza y la incertidumbre, la fe y la duda. La ciudad absorbe la memoria de estas historias y las hace suyas, fabrica su propia memoria, de la que el ciudadano es partícipe y va revelando cada día siguiendo sus propias huellas, redescubriendo sus propios recuerdos, y añadiendo otros nuevos. Pero el ciudadano, “está siempre a la caza de algo escondido o solo potencial e hipotético, y sigue sus trazas que afloran a la superficie” (Calvino 1989 citado por Calvo Montoro 1998: p.92). Entre las infinitas formas de la ciudad, busca la que tiene un significado particular para él; a diferencia del ciudadano-lector, ahora el habitante realiza una búsqueda consciente de respuestas. En este sentido la ciudad invisible que rastrea es más real de lo que parece, pues aunque parezca que estas ciudades invisibles “son obra de la mente o del azar, ni la una ni el otro bastan para mantener en pie sus muros” (Calvino 1972: p.58). Es entonces cuando nos damos cuenta que su materialización coincide con la respuesta a una pregunta nuestra. Se produce pues, una común unión entre el hombre y la ciudad. El habitante encuentra el lazo umbilical que le conecta a la ciudad, el hilo que enlaza los elementos secretos de su ciudad, la norma interna, el discurso que la dirige; descubriendo el acertijo de su ciudad, que escondía un deseo o un temor: la verdadera ciudad. “Cada hombre, cada individuo ha podido vivir su propia historia en el corazón de la ciudad. A lo largo de sus itinerarios, de sus paseos...” (Augé 1998: p.240). Pero el ciudadano siempre estuvo escribiendo la ciudad, es más, permanece escribiendo la ciudad constantemente; y cuando toma plena conciencia de su ciudadanía, la invisibilidad de la ciudad se le revela.



BIBLIOGRAFÍA

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BACHELARD, Gastón., 1988 La poética del espacio. Fondo de Cultura Económica, Madrid.
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CALVINO, Ítalo., 1972 Las Ciudades Invisibles. Edc. Española Siruela, Madrid 1994. (Trad. Cast. de Aurora Bernárdez) Primera edic. Le città invisibile. 1972 Einaudi, Turín.
CALVO MONTORO, María Josefa., 1998 “Italo Calvino o la visibilidad en las ciudades de la escritura”. Desde la ciudad. Arte y Naturaleza. Actas del IV Curso. Diputación de Huesca, Huesca .
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MERLEAU-PONTY, Maurice., 1945 Fenomenología de la Percepción. Edic. española Península, Barcelona 2000. (Primera edic. 1945 Phénoménologie de la perception, Editions Gallimard, París. Trad.esp. Jem Cabanes).
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ZARRALUKI, Pedro., “La Ciudad Invisible”. Quaderns. N° 219. pp. 140-145.