EN RETIRADA
Aun cuando en la década del sesenta se los atacó por considerárselos “elitistas”, los museos de arte fueron, desde sus inicios, espacios de democratización del patrimonio estético, lugares de la vida pública, de difusión de conocimientos comunes y de socialización de la cultura. Así fueron concebidos el Museo del Louvre en Paris y el Museo Británico de Londres –los primeros en abrir sus puertas– a finales del siglo dieciocho, pero también el Museo Nacional de Bellas Artes en Buenos Aires, y todos los organismos que el Estado argentino fue creando, a lo largo de la historia, con el fin de resguardar, conservar y promover la creación artística.
En los años recientes, las presiones económicas y políticas, sumadas a la creciente e irrefrenable mercantilización de las obras artísticas, han desdibujado aquella misión. La habitual lectura histórica y reflexiva sobre la que se sustentaban las colecciones fue dando paso a una política de exhibiciones cada vez más engarzada en el presente, determinando que los objetivos de los museos se acerquen peligrosamente a los del mercado del arte, y con ello, que su destino se balancee al ritmo de la producción artística contemporánea. El fenómeno tiene magnitud mundial y ha llevado a una reconsideración de las instituciones museísticas; no obstante, en los países donde éstas siguen dependiendo del Estado, su integración a la res pública continúa siendo un objetivo inalienable.
En Buenos Aires, sin embargo, los espacios artísticos oficiales se han transformado lentamente en reductos cuasi-privados, con escaso o ningún interés por su proyección comunitaria. En el mejor de los casos, los visitantes son números, pero a veces ni siquiera esos números cuentan: las políticas de exhibición, sencillamente, no responden a ellos.
Los museos públicos, abandonados a su suerte y a la capacidad de gestión de sus directores, entran en una relación cada vez más estrecha con el mercado y su circuito de influencias. Instituciones que en algún momento fueron más “abiertas” –como los centros culturales– albergando la producción de artistas jóvenes o poco reconocidos, tienden cada vez más a mostrar artistas consagrados, y los espacios universitarios, naturalmente dotados para la reflexión crítica y la experimentación, parecen haber perdido la capacidad de cumplir tal función, en un movimiento que señala dramáticamente el desmantelamiento de la universidad pública.
Quizás no sea casual que este progresivo desentendimiento de las instituciones del dominio de lo público –que coincide naturalmente con el gobierno menemista– haya sido paralelo a la consolidación de una estética formal y auto-referente, fuertemente individualista, que en su particular lectura del fracaso de las utopías vanguardistas propuso un divorcio con la realidad político-social, induciendo la idea de una imposibilidad del individuo contemporáneo para actuar en la esfera de lo público.
Según esta tesitura, el arte constituye un terreno completamente autónomo de la vida cotidiana. En tanto tal, es incapaz para actuar sobre ella; incluso no le es dado referirse a lo que en ella sucede. Los eventos que desembocaron en la crisis de diciembre de 2001, y toda una corriente de la producción artística argentina que se desarrolló simultáneamente, parecen haber cambiado los términos de esa fórmula: en lugar de un arte divorciado de la realidad es la realidad la que ahora parece haberse divorciado de ese arte.
RECONSTRUYENDO LA DIVERSIDAD
El predominio de una estética formalista en los noventa no constituye per se un aspecto objetable. La historia del arte local conoce innumerables corrientes en esa línea; algunas de ellas, ciertamente, de indudable valor. Más aún, es innegable la importancia que ha tenido y que seguramente conservará esa tendencia de fin de siglo en los recuentos históricos que nos sucederán, en tanto constituye un ámbito coherente de producción, original y audaz, que con todo derecho ha dejado su marca en la historia.
Lo que si debe señalarse como problemático es la especial coalición entre esa producción artística, el mercado y las instituciones, que ha determinado que creadores que trabajaban en líneas diferentes no consiguieran el ámbito de visibilidad adecuado para sus obras. La homogeneidad del circuito artístico de los noventa plasmada en los recuentos oficiales ha cerrado sus filas alrededor de una estética específica y aparentemente única, limitada y por momentos asfixiante, anulando la diversidad inherente a la producción artística de toda época.
Porque, de hecho, durante el mismo período, existe otro tipo de producción que establece una relación diferente con el entorno, más dialógica y permeable. Una serie de obras que se infiltran en el espacio público, que beben de su dinámica, que articulan en su discurso estético las limitaciones de las instituciones y de la propia autonomía del arte, que se re-desmaterializan, que trocan su soporte por medios poco explorados obligando a reformular miradas. Una producción que restablece el diálogo con las corrientes internacionales sin abandonar su posicionamiento local, que construye sus discursos a la luz de críticas y teorías, que no limita su capacidad para reflexionar al perímetro del marco pictórico.
Ciertamente, nos falta una distancia crítica adecuada para entender cómo se desarrolla esta corriente en las últimas décadas, y cómo se integra con una tradición histórica sepultada por las circunstancias políticas que desarticularon a la sociedad en su conjunto. Hace falta entender, no sólo el fenómeno en su singularidad, sino también, y fundamentalmente, las múltiples conexiones que lo ubican histórica y temporalmente en el seno de un circuito mucho más orgánico que el que la segmentación por décadas pareciera reflejar. Para esto, se hace necesaria una revisión profunda del arte de las últimas décadas, que se articule en una producción crítica de mirada sensiblemente más amplia.
Afortunadamente, esas miradas han comenzado a aparecer lenta pero claramente en los últimos años. La “década del sesenta” ha sido el foco de atención privilegiado, aun cuando la conformación de ese objeto de estudio como ámbito legítimo e independiente deba ser continuamente cuestionada. No obstante, las lecturas señaladas presentan el fenómeno como un entorno de parcialidades más que como un bloque significante definido, como un ámbito donde se entrecruzan producciones, prácticas y discursos diversos y heterogéneos antes que como una zona de confluencia y coherencia ideológica.
En vista de estos antecedentes, es fácil prever el surgimiento y crecimiento de una línea de pensamiento que rescate la diversidad de la producción artística de la última década. Algunos indicios marcan la vía hacia ese fin. La multiplicación de las discusiones y debates públicos, por ejemplo, señalan sin ambages que, en el terreno crítico, existe la necesidad de poner sobre el tapete temas que hasta hace muy poco parecían incuestionables o no merecedores de revisión crítica.
EL DESCENTRAMIENTO DEL CIRCUITO ARTÍSTICO
Por sus propias características, las obras que se articulan con la esfera pública evidencian el ambiente socio-político en el que nacen, de maneras más o menos confesadas, más o menos metafóricas. Eluden la inclinación a mirar su propio ombligo, pero también evaden la conformación de una estética regionalista fetichizada acorde a las agendas de la globalización. Entre estos dos horizontes –localismo autoreferente y exigencias globales– se presentan como prácticas opcionales, no cerradas, por momentos provisionales y casi siempre reflexivas.
Un aspecto clave a considerar en este contexto es la cuestión de los espacios. La proliferación de “espacios alternativos”, basados en la autogestión o impulsados por los propios artistas, es un hecho innegable. De igual forma cabe considerar los “eventos” organizados por artistas, en sus casas o en espacios públicos, en discotecas, bares, a cielo abierto. Estrategias que implican formas de difusión, interacción y “exhibición” experimentales; acontecimientos que en su voluntad por trascender las redes institucionales no dejaron huellas en otras instituciones, como la historia o la crítica.
La descentralización del circuito del arte es una de las claves para el cuestionamiento de la homogeneidad de tal circuito. Hasta no hace mucho tiempo, los artistas disponían de vías muy limitadas para exhibir su obra, para poner en circulación sus propuestas, para confrontarse con la mirada del público. Esos espacios, además, dependían casi exclusivamente de muy pocas personas. No existía forma de ingresar si no era a través de esas figuras, del cumplimiento de ciertas exigencias formales o del paciente trabajo de una insistencia casi ilimitada, que no siempre rendía frutos.
Hoy el arte circula por múltiples vías, y prácticamente no existen sitios que detenten un poder legitimante muy superior al de los demás. La diversidad del circuito asegura la pluralidad de la producción que circula por su seno, pero fundamentalmente, mina la muralla que crearon a su alrededor las instituciones líderes tras la recuperación democrática, restableciendo una sana interlocución que sólo puede fomentar la diferencia de opiniones, y con ella, la propia creación artística. En el juego entre espacios grandes y pequeños, centrales y alternativos, es donde se gesta la producción más interesante del arte argentino de hoy.
Una mención especial merece la circulación que ha comenzado a establecerse fuera del ámbito de Buenos Aires. Los últimos años han visto el florecimiento de gran número de espacios fuera de la capital, con una programación ajena a la porteña y el establecimiento de vínculos inter-institucionales que se desentienden de las directivas centrales.
Algunos de los polos de producción artística actual decididamente no se ubican en Buenos Aires. Lo hacen en Rosario, Córdoba, Tucumán, Mar del Plata o Mendoza, pero también en Misiones, Santa Cruz o Bahía Blanca. El nivel de magnitud de estos focos es probablemente inédito en la historia artística de nuestro país. Y a pesar que las “historias oficiales” tienden frecuentemente a subestimarlos, su protagonismo en el universo artístico nacional de los últimos años solo puede ser indiferente a una perspectiva obtusa, miope o tendenciosa.
EL CULTIVO DE LO EMERGENTE
En los últimos años toma impulso, igualmente, otra figura retórica: la del “artista emergente”. Si bien hoy esta “categoría” constituye prácticamente un cliché y su conformación induce frecuentemente a sospecha (desde la necesidad del mercado por renovar sus “productos” a la de los organizadores de exposiciones por demostrar una mirada atenta y actual), no debe sobreestimarse su gravitación en la escena artística argentina.
La necesidad de “artistas emergentes” también señala el agotamiento de los ya existentes, o por lo menos el desgaste de sus propuestas. No es casual, por tanto, que su protagonismo se incremente hacia finales de los noventa.
El artista emergente viene con una promesa de “aire nuevo”, con la expectativa de una relación incontaminada con el circuito. En él se permiten muchas producciones poco frecuentes en los artistas consagrados: que utilice medios no tradicionales, y en particular los efímeros, como la performance o las instalaciones; que realice obras independientes de su capacidad de ingresar al mercado; que no cumpla con las convenciones de la carrera artística.
Esos artistas no-institucionalizados se mueven, casi por definición, fuera de las instituciones, y en muchos casos incluso fuera del circuito del arte. Su interacción con el ámbito ya constituido es otra de las piezas vitales del diálogo con el entorno. Funcionando como bisagra entre las instituciones y el círculo informe de escuelas y talleres, entre las convenciones y reglamentos que aseguran la continuidad de agentes y creadores y la informalidad que solo se puede permitir a un no-iniciado, estos protagonistas nóveles incorporan otra ocasión para la interacción con el contexto extra-artístico.
REACTIVANDO LA ESFERA PÚBLICA
Por todo esto, no puede resultar extraño, y mucho menos oportunista, que algunos artistas contemporáneos renueven los diálogos con la sociedad, tanto dentro como fuera de las instituciones; diálogos que fueron claves en múltiples instancias de nuestra historia artística. Tampoco puede esgrimirse que se trate de una tendencia coyuntural: una parte importante de la producción artística pre-crisis, particularmente la producción fotográfica y cinematográfica de finales de los noventa, refutan esta afirmación. Si tomamos cualquier ejemplo del “nuevo cine argentino independiente”, no será difícil detectar una preocupación constante por la realidad y la vida cotidiana en Argentina, expresada como un terreno de relaciones problemáticas entre realidad social, economía y poder político. Lo notable es que, en el área de la producción cinematográfica, el comentario social no encuentra las mismas resistencias que persisten en el ámbito de las artes plásticas.
Pero incluso si fuera cierto que algunos artistas adquieren conciencia política y la trasuntan a sus obras como consecuencia de los eventos de diciembre de 2001 (¿pero acaso esto es cuestionable?), no es sino en las propias expectativas del campo artístico que ese movimiento encuentra eco y legitimidad.
Uno podría preguntarse razonablemente: ¿Por qué no sucedió lo mismo a finales del alfonsinismo, en medio del caos social, las huelgas generalizadas y los saqueos? Obviamente, las condiciones históricas, políticas y sociales, pero fundamentalmente la propia constitución del circuito artístico, no son las mismas en ambos momentos. Si la reconstitución democrática mantuvo la ilusión de una injerencia pública en la política durante el gobierno de Alfonsín, el menemismo se encargó definitivamente de dispersar tal ilusión. Durante la presidencia de Menem, el espacio público debió ser desactivado para evitar todo cuestionamiento o protesta en relación con su política de gobierno. Y así sucedió. Plazas privatizadas, ciudades encerradas en shopping centers, desactivación de las huelgas y las protestas obreras, abandono de las ciudades mediante una nueva cultura del confort desplazada hacia los countries...
Mediante todas estas estrategias, el espacio público dejó de encarnar una posibilidad de operatividad política. No porque haya dejado de tenerla, sino porque una paciente tarea de anulación de tal operatividad fue implementada sistemáticamente desde el poder. Y con el mismo impulso fueron desactivadas las instituciones artísticas. En éstas también se construyó la imposibilidad del compromiso.
Con la crisis de diciembre, la tendencia al abandono de la autonomía artística y su impulso contextual adquiere un nuevo ímpetu en la reactivación de la esfera pública. En el seno de un circuito y una estética asfixiantes, aparece como posibilidad (al igual que en la sociedad en su conjunto) la re-definición de legalidades, límites y márgenes.
Es en este sentido que no es nada desdeñable el impacto de la crisis en el circuito del arte, no ya como amenaza paralizante sino, al contrario, como horizonte de posibilidades. Una rápida mirada a la situación actual es suficiente: nuevos espacios, protagonistas, propuestas; discusión teórica, re-lecturas, debates. Un ámbito de efervescencia, desplazamientos, participación...
Aun cuando en la década del sesenta se los atacó por considerárselos “elitistas”, los museos de arte fueron, desde sus inicios, espacios de democratización del patrimonio estético, lugares de la vida pública, de difusión de conocimientos comunes y de socialización de la cultura. Así fueron concebidos el Museo del Louvre en Paris y el Museo Británico de Londres –los primeros en abrir sus puertas– a finales del siglo dieciocho, pero también el Museo Nacional de Bellas Artes en Buenos Aires, y todos los organismos que el Estado argentino fue creando, a lo largo de la historia, con el fin de resguardar, conservar y promover la creación artística.
En los años recientes, las presiones económicas y políticas, sumadas a la creciente e irrefrenable mercantilización de las obras artísticas, han desdibujado aquella misión. La habitual lectura histórica y reflexiva sobre la que se sustentaban las colecciones fue dando paso a una política de exhibiciones cada vez más engarzada en el presente, determinando que los objetivos de los museos se acerquen peligrosamente a los del mercado del arte, y con ello, que su destino se balancee al ritmo de la producción artística contemporánea. El fenómeno tiene magnitud mundial y ha llevado a una reconsideración de las instituciones museísticas; no obstante, en los países donde éstas siguen dependiendo del Estado, su integración a la res pública continúa siendo un objetivo inalienable.
En Buenos Aires, sin embargo, los espacios artísticos oficiales se han transformado lentamente en reductos cuasi-privados, con escaso o ningún interés por su proyección comunitaria. En el mejor de los casos, los visitantes son números, pero a veces ni siquiera esos números cuentan: las políticas de exhibición, sencillamente, no responden a ellos.
Los museos públicos, abandonados a su suerte y a la capacidad de gestión de sus directores, entran en una relación cada vez más estrecha con el mercado y su circuito de influencias. Instituciones que en algún momento fueron más “abiertas” –como los centros culturales– albergando la producción de artistas jóvenes o poco reconocidos, tienden cada vez más a mostrar artistas consagrados, y los espacios universitarios, naturalmente dotados para la reflexión crítica y la experimentación, parecen haber perdido la capacidad de cumplir tal función, en un movimiento que señala dramáticamente el desmantelamiento de la universidad pública.
Quizás no sea casual que este progresivo desentendimiento de las instituciones del dominio de lo público –que coincide naturalmente con el gobierno menemista– haya sido paralelo a la consolidación de una estética formal y auto-referente, fuertemente individualista, que en su particular lectura del fracaso de las utopías vanguardistas propuso un divorcio con la realidad político-social, induciendo la idea de una imposibilidad del individuo contemporáneo para actuar en la esfera de lo público.
Según esta tesitura, el arte constituye un terreno completamente autónomo de la vida cotidiana. En tanto tal, es incapaz para actuar sobre ella; incluso no le es dado referirse a lo que en ella sucede. Los eventos que desembocaron en la crisis de diciembre de 2001, y toda una corriente de la producción artística argentina que se desarrolló simultáneamente, parecen haber cambiado los términos de esa fórmula: en lugar de un arte divorciado de la realidad es la realidad la que ahora parece haberse divorciado de ese arte.
RECONSTRUYENDO LA DIVERSIDAD
El predominio de una estética formalista en los noventa no constituye per se un aspecto objetable. La historia del arte local conoce innumerables corrientes en esa línea; algunas de ellas, ciertamente, de indudable valor. Más aún, es innegable la importancia que ha tenido y que seguramente conservará esa tendencia de fin de siglo en los recuentos históricos que nos sucederán, en tanto constituye un ámbito coherente de producción, original y audaz, que con todo derecho ha dejado su marca en la historia.
Lo que si debe señalarse como problemático es la especial coalición entre esa producción artística, el mercado y las instituciones, que ha determinado que creadores que trabajaban en líneas diferentes no consiguieran el ámbito de visibilidad adecuado para sus obras. La homogeneidad del circuito artístico de los noventa plasmada en los recuentos oficiales ha cerrado sus filas alrededor de una estética específica y aparentemente única, limitada y por momentos asfixiante, anulando la diversidad inherente a la producción artística de toda época.
Porque, de hecho, durante el mismo período, existe otro tipo de producción que establece una relación diferente con el entorno, más dialógica y permeable. Una serie de obras que se infiltran en el espacio público, que beben de su dinámica, que articulan en su discurso estético las limitaciones de las instituciones y de la propia autonomía del arte, que se re-desmaterializan, que trocan su soporte por medios poco explorados obligando a reformular miradas. Una producción que restablece el diálogo con las corrientes internacionales sin abandonar su posicionamiento local, que construye sus discursos a la luz de críticas y teorías, que no limita su capacidad para reflexionar al perímetro del marco pictórico.
Ciertamente, nos falta una distancia crítica adecuada para entender cómo se desarrolla esta corriente en las últimas décadas, y cómo se integra con una tradición histórica sepultada por las circunstancias políticas que desarticularon a la sociedad en su conjunto. Hace falta entender, no sólo el fenómeno en su singularidad, sino también, y fundamentalmente, las múltiples conexiones que lo ubican histórica y temporalmente en el seno de un circuito mucho más orgánico que el que la segmentación por décadas pareciera reflejar. Para esto, se hace necesaria una revisión profunda del arte de las últimas décadas, que se articule en una producción crítica de mirada sensiblemente más amplia.
Afortunadamente, esas miradas han comenzado a aparecer lenta pero claramente en los últimos años. La “década del sesenta” ha sido el foco de atención privilegiado, aun cuando la conformación de ese objeto de estudio como ámbito legítimo e independiente deba ser continuamente cuestionada. No obstante, las lecturas señaladas presentan el fenómeno como un entorno de parcialidades más que como un bloque significante definido, como un ámbito donde se entrecruzan producciones, prácticas y discursos diversos y heterogéneos antes que como una zona de confluencia y coherencia ideológica.
En vista de estos antecedentes, es fácil prever el surgimiento y crecimiento de una línea de pensamiento que rescate la diversidad de la producción artística de la última década. Algunos indicios marcan la vía hacia ese fin. La multiplicación de las discusiones y debates públicos, por ejemplo, señalan sin ambages que, en el terreno crítico, existe la necesidad de poner sobre el tapete temas que hasta hace muy poco parecían incuestionables o no merecedores de revisión crítica.
EL DESCENTRAMIENTO DEL CIRCUITO ARTÍSTICO
Por sus propias características, las obras que se articulan con la esfera pública evidencian el ambiente socio-político en el que nacen, de maneras más o menos confesadas, más o menos metafóricas. Eluden la inclinación a mirar su propio ombligo, pero también evaden la conformación de una estética regionalista fetichizada acorde a las agendas de la globalización. Entre estos dos horizontes –localismo autoreferente y exigencias globales– se presentan como prácticas opcionales, no cerradas, por momentos provisionales y casi siempre reflexivas.
Un aspecto clave a considerar en este contexto es la cuestión de los espacios. La proliferación de “espacios alternativos”, basados en la autogestión o impulsados por los propios artistas, es un hecho innegable. De igual forma cabe considerar los “eventos” organizados por artistas, en sus casas o en espacios públicos, en discotecas, bares, a cielo abierto. Estrategias que implican formas de difusión, interacción y “exhibición” experimentales; acontecimientos que en su voluntad por trascender las redes institucionales no dejaron huellas en otras instituciones, como la historia o la crítica.
La descentralización del circuito del arte es una de las claves para el cuestionamiento de la homogeneidad de tal circuito. Hasta no hace mucho tiempo, los artistas disponían de vías muy limitadas para exhibir su obra, para poner en circulación sus propuestas, para confrontarse con la mirada del público. Esos espacios, además, dependían casi exclusivamente de muy pocas personas. No existía forma de ingresar si no era a través de esas figuras, del cumplimiento de ciertas exigencias formales o del paciente trabajo de una insistencia casi ilimitada, que no siempre rendía frutos.
Hoy el arte circula por múltiples vías, y prácticamente no existen sitios que detenten un poder legitimante muy superior al de los demás. La diversidad del circuito asegura la pluralidad de la producción que circula por su seno, pero fundamentalmente, mina la muralla que crearon a su alrededor las instituciones líderes tras la recuperación democrática, restableciendo una sana interlocución que sólo puede fomentar la diferencia de opiniones, y con ella, la propia creación artística. En el juego entre espacios grandes y pequeños, centrales y alternativos, es donde se gesta la producción más interesante del arte argentino de hoy.
Una mención especial merece la circulación que ha comenzado a establecerse fuera del ámbito de Buenos Aires. Los últimos años han visto el florecimiento de gran número de espacios fuera de la capital, con una programación ajena a la porteña y el establecimiento de vínculos inter-institucionales que se desentienden de las directivas centrales.
Algunos de los polos de producción artística actual decididamente no se ubican en Buenos Aires. Lo hacen en Rosario, Córdoba, Tucumán, Mar del Plata o Mendoza, pero también en Misiones, Santa Cruz o Bahía Blanca. El nivel de magnitud de estos focos es probablemente inédito en la historia artística de nuestro país. Y a pesar que las “historias oficiales” tienden frecuentemente a subestimarlos, su protagonismo en el universo artístico nacional de los últimos años solo puede ser indiferente a una perspectiva obtusa, miope o tendenciosa.
EL CULTIVO DE LO EMERGENTE
En los últimos años toma impulso, igualmente, otra figura retórica: la del “artista emergente”. Si bien hoy esta “categoría” constituye prácticamente un cliché y su conformación induce frecuentemente a sospecha (desde la necesidad del mercado por renovar sus “productos” a la de los organizadores de exposiciones por demostrar una mirada atenta y actual), no debe sobreestimarse su gravitación en la escena artística argentina.
La necesidad de “artistas emergentes” también señala el agotamiento de los ya existentes, o por lo menos el desgaste de sus propuestas. No es casual, por tanto, que su protagonismo se incremente hacia finales de los noventa.
El artista emergente viene con una promesa de “aire nuevo”, con la expectativa de una relación incontaminada con el circuito. En él se permiten muchas producciones poco frecuentes en los artistas consagrados: que utilice medios no tradicionales, y en particular los efímeros, como la performance o las instalaciones; que realice obras independientes de su capacidad de ingresar al mercado; que no cumpla con las convenciones de la carrera artística.
Esos artistas no-institucionalizados se mueven, casi por definición, fuera de las instituciones, y en muchos casos incluso fuera del circuito del arte. Su interacción con el ámbito ya constituido es otra de las piezas vitales del diálogo con el entorno. Funcionando como bisagra entre las instituciones y el círculo informe de escuelas y talleres, entre las convenciones y reglamentos que aseguran la continuidad de agentes y creadores y la informalidad que solo se puede permitir a un no-iniciado, estos protagonistas nóveles incorporan otra ocasión para la interacción con el contexto extra-artístico.
REACTIVANDO LA ESFERA PÚBLICA
Por todo esto, no puede resultar extraño, y mucho menos oportunista, que algunos artistas contemporáneos renueven los diálogos con la sociedad, tanto dentro como fuera de las instituciones; diálogos que fueron claves en múltiples instancias de nuestra historia artística. Tampoco puede esgrimirse que se trate de una tendencia coyuntural: una parte importante de la producción artística pre-crisis, particularmente la producción fotográfica y cinematográfica de finales de los noventa, refutan esta afirmación. Si tomamos cualquier ejemplo del “nuevo cine argentino independiente”, no será difícil detectar una preocupación constante por la realidad y la vida cotidiana en Argentina, expresada como un terreno de relaciones problemáticas entre realidad social, economía y poder político. Lo notable es que, en el área de la producción cinematográfica, el comentario social no encuentra las mismas resistencias que persisten en el ámbito de las artes plásticas.
Pero incluso si fuera cierto que algunos artistas adquieren conciencia política y la trasuntan a sus obras como consecuencia de los eventos de diciembre de 2001 (¿pero acaso esto es cuestionable?), no es sino en las propias expectativas del campo artístico que ese movimiento encuentra eco y legitimidad.
Uno podría preguntarse razonablemente: ¿Por qué no sucedió lo mismo a finales del alfonsinismo, en medio del caos social, las huelgas generalizadas y los saqueos? Obviamente, las condiciones históricas, políticas y sociales, pero fundamentalmente la propia constitución del circuito artístico, no son las mismas en ambos momentos. Si la reconstitución democrática mantuvo la ilusión de una injerencia pública en la política durante el gobierno de Alfonsín, el menemismo se encargó definitivamente de dispersar tal ilusión. Durante la presidencia de Menem, el espacio público debió ser desactivado para evitar todo cuestionamiento o protesta en relación con su política de gobierno. Y así sucedió. Plazas privatizadas, ciudades encerradas en shopping centers, desactivación de las huelgas y las protestas obreras, abandono de las ciudades mediante una nueva cultura del confort desplazada hacia los countries...
Mediante todas estas estrategias, el espacio público dejó de encarnar una posibilidad de operatividad política. No porque haya dejado de tenerla, sino porque una paciente tarea de anulación de tal operatividad fue implementada sistemáticamente desde el poder. Y con el mismo impulso fueron desactivadas las instituciones artísticas. En éstas también se construyó la imposibilidad del compromiso.
Con la crisis de diciembre, la tendencia al abandono de la autonomía artística y su impulso contextual adquiere un nuevo ímpetu en la reactivación de la esfera pública. En el seno de un circuito y una estética asfixiantes, aparece como posibilidad (al igual que en la sociedad en su conjunto) la re-definición de legalidades, límites y márgenes.
Es en este sentido que no es nada desdeñable el impacto de la crisis en el circuito del arte, no ya como amenaza paralizante sino, al contrario, como horizonte de posibilidades. Una rápida mirada a la situación actual es suficiente: nuevos espacios, protagonistas, propuestas; discusión teórica, re-lecturas, debates. Un ámbito de efervescencia, desplazamientos, participación...
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