Rodrigo Alonso
Desde que el ritmo urbano comenzó a dictar el compás del hombre moderno, las ciudades ocuparon un lugar central entre las problemáticas promotoras de la producción estética.
El desarrollo de las vanguardias artísticas a comienzos del siglo pasado estuvo relacionado íntimamente con el surgimiento y desenvolvimiento de las metrópolis europeas. La obra de los jóvenes artistas del momento recoge esa influencia en referencias indirectas a su ritmo, organización y velocidad, y en alusiones explícitas a la vida ciudadana, su cultura, sus placeres y sus controversias sociales. Pero las ciudades ejercieron también otras atracciones sobre estos autores, ya que constituían el escenario privilegiado de la confrontación política en la que muchos de ellos se encontraban involucrados, y el ámbito que habitaba el “hombre nuevo” al que dirigían sus esfuerzos creativos. Era ese, asimismo, el teatro donde resonaba con potencia la máquina, fuente de inspiración de gran parte de la estética vanguardista.
Si bien las utopías sobre el hombre nuevo y su destino comunitario se desplomaron tras la Segunda Guerra Mundial, el arte posterior a la década del ‘50 no dejó de ser profundamente urbano. El Pop Art es, quizás, quien mejor verifica esta afirmación, pero todo el arte conceptual posterior lleva también las marcas del entorno que impregna la experiencia vital del habitante de las grandes capitales.
Según Rosalyn Deutsche (1) , la historia del arte ha recogido este vínculo entre el arte y la ciudad estableciendo principalmente cuatro tipos de relaciones básicas: (1) la ciudad como tema del arte, (2) el arte público o arte para la ciudad, (3) la ciudad como obra artística y (4) la ciudad como influencia sobre la experiencia perceptual o emocional de los artistas que se “refleja” posteriormente en la obra.
Uno de los problemas básicos de esta categorización es que considera al arte y a la ciudad como entidades autónomas y definidas (2) . Sin embargo, ni uno ni la otra son realidades estables, sino construcciones parciales en perpetuo cambio y redefinición. Ni el arte ni la ciudad pueden pensarse como cuerpos coherentes y auto-contenidos, “a priori” o trans-históricos. Por otra parte, esta clasificación establece una marcada separación entre los términos en juego. La ciudad aparece como ajena y externa al artista; éste puede incorporarla a su obra o verse influido por ella, pero no se contempla la posibilidad de que la ciudad sea una parte constitutiva de su trabajo, una voz incorporada a su diálogo con el espectador.
Aceptar una relación fluida e integrada entre el arte y la ciudad conlleva una serie de riesgos teóricos y prácticos que muy pocos están dispuestos a afrontar. La convalidación de este tipo de relación nos llevaría a constatar, por ejemplo, la ambigüedad de las fronteras entre la obra artística y su contexto, entre el arte y el no-arte, o a aceptar su confrontación con un espectador no preparado, que podría decodificar de manera “errónea” o “aberrante” su sentido o, lo que es aún peor, no llegar siquiera a detectarlo.
Aún así, la tendencia a abandonar las instituciones artísticas y trabajar en el espacio público, constituye una estrategia común en gran parte de los jóvenes artistas argentinos contemporáneos. Quizás porque sienten que su obra no tiene cabida en dichas instituciones, porque les resulta difícil acceder a ellas con sus propuestas, o simplemente porque consideran que la ciudad es el entorno que mejor extrae la materia significante de sus trabajos, un sector considerable de creadores ajenos al discurso hegemónico busca manifestar sus ideas en la arena pública, apelando a la respuesta estética de espectadores ocasionales y desprevenidos.
Existe, por otra parte, la necesidad de recuperar la ciudad y sus espacios para la práctica artística. La autonomización de esta práctica y la de su circuito de circulación, ha producido un confinamiento asfixiante del sistema del arte que lo ha alejado progresivamente de muchos de los espacios donde éste era capaz de construir sentido social. Concomitantemente, el ámbito público ha sido transformado en patrimonio de las clases dirigentes, de instituciones y corporaciones que neutralizan su potencial de manifestación y expresión comunitaria. Esta metamorfosis, paralela al desarrollo de las sociedades burguesa e industrial, y sustentada en el ejercicio discursivo de los sucesivos poderes políticos, fue desenmascarada por los artistas más destacados de la vanguardia con su insistencia en la reinserción del arte en la praxis vital. Mucho se ha dicho y hecho al respecto desde entonces, pero el resurgimiento de propuestas orientadas en esta dirección señala claramente que no se trata de un tópico de manera alguna clausurado.
En 1989, el Grupo Escombros promovió la ocupación de una cantera abandonada en las cercanías de la Ciudad de La Plata, convocando a artistas de todas las disciplinas a conformar un centro de libre expresión que denominaron La Ciudad del Arte. Esta ciudad no poseía curadores ni revisores: su organización, colectiva y descentrada, buscaba precisamente evitar todo marco institucional o coercitivo que regulara las actividades del encuentro. El lugar elegido era una zona industrial fuera de circulación, un resto social supuestamente “improductivo”. Con su intervención, el Grupo Escombros recuperó la productividad del lugar pero en otro terreno –el artístico– generando un impacto social no necesariamente menor. Gran parte de los cientos de artistas que respondieron a la convocatoria eran completamente ajenos al circuito institucional del arte argentino, como también lo era el público que asistió a las jornadas del evento. La importancia de esta magna movilización colectiva excede claramente la mera evaluación en términos estéticos, proyectándose al problemático terreno aludido anteriormente, donde la acción artística tiende a diluirse en su contraparte social.
Partiendo de una propuesta de menor repercusión pública, pero igualmente evasiva de los marcos institucionales, los integrantes del Grupo Cero Barrado han intervenido las mesas de numerosos bares distribuidos por toda la ciudad de Buenos Aires creando obras específicas para tales soportes. La intención de estos artistas no es, ciertamente, que las obras sean contempladas como tales, sino que sean “usadas”, como sucede con cualquier mesa de bar. Se prevé, incluso, que el cliente pueda intervenirlas y hasta destruirlas, apreciarlas o ignorarlas. Lo que seguro no se pretende –y el entorno colabora netamente en este sentido– es que sean sacralizadas por el influjo legitimante del circuito artístico ni por la mirada diferenciada de sus espectadores. Apartadas de ese circuito e insertas en un centro neurálgico de la vida ciudadana porteña, su fruición se confunde con el rito del desayuno, la lectura del diario, el encuentro de amigos o la reunión de trabajo, desinteresada e inadvertidamente, reclamando su lugar en el mecanismo vital de la ciudad.
UN ARTE AL MARGEN
En Latinoamérica, las prácticas artísticas pensadas para la ciudad se diferencian plenamente de las similares que se producen en los países centrales. En éstos suelen existir organismos oficiales o privados que diseñan, financian o subvencionan el arte público, invirtiendo grandes sumas de dinero en proyectos tendentes al “embellecimiento” o la “humanización” del entorno urbano. La obra ingresa a un espacio público organizado oficialmente, incluso en sus manifestaciones estéticas. El sitio destinado a su emplazamiento está predeterminado; aquélla simplemente debe “acomodarse” al lugar que le ha sido asignado, evitando producir conflictos con el entorno y manteniendo, en la mayor medida posible, su autonomía respecto del contexto en el que ha sido ubicada. Su objetivo manifiesto es “estetizar”, para lo cual todo atisbo de diálogo con el entorno tiende a ser neutralizado, contenido o “enmarcado”.
Esta concepción es radicalmente opuesta a la que rige las intervenciones urbanas que se generan al margen de las organizaciones oficiales, y que constituyen la práctica más común en los países latinoamericanos. No se trata aquí de reproducir las condiciones con que las instituciones invisten a sus objetos en un espacio exterior a ellas, sino de erosionar el principio mismo de la autonomía artística hasta debilitarlo seriamente, para confrontarlo con la experiencia cotidiana del hombre común y con horizontes significantes que no han sido pre-moldeados (o por lo menos, no en un grado importante) por dichas instituciones.
Es así como la ciudad se constituye en un terreno de diálogo, pero también, en un horizonte de conflicto. Las tensiones propias del contexto ciudadano se integran a la obra y se hace imposible pensar en ésta desligada de las condiciones políticas, sociales, culturales y económicas que atraviesan la experiencia viva de la comunidad. Su alejamiento del circuito artístico no sólo redunda en un cambio de ambiente, sino también en la reconsideración de la obra en función de sus relaciones implícitas con el entorno socio-político y cultural para el que ha sido creada, relaciones que el “cubo blanco” de la galería o del museo tienden a anular.
La irrupción de la obra en el espacio público apela de manera insistente al transeúnte transformado en espectador casual. Esto determina la necesidad de optimizar sus aspectos comunicativos, ya que de éstos depende el grado de participación que se obtendrá de esta audiencia eventual.
El énfasis en los aspectos comunicativos no implica necesariamente una adaptación de la obra a los lenguajes o códigos populares (lo que la traduciría al formato divulgativo de los mass-media). Se trata, más bien, de resaltar cierta voluntad comunicativa subyacente en la propuesta original sin descuidar su productividad estética y su conflicto con el entorno. Los planteos diseñados verdaderamente para el espacio público dependen de un equilibrio muy sutil y precario entre los postulados estéticos y el recurso a lenguajes de significación social, lo que los enfrenta a un alto nivel de riesgo y exposición. Desprovistos de la red de contención institucional, oscilan entre la productividad estética y el fracaso semántico más absoluto, señalando el carácter fundante del contexto concreto en la configuración de su interpretación y de su sentido final.
Cuando estas condiciones no se cumplen, las obras apenas pueden liberarse de las determinaciones discursivas del circuito artístico. Es por esto que frecuentemente, incluso en los espacios más alternativos, muchas de ellas no logran franquear el marco institucional. Transplantadas fuera del circuito artístico son tan herméticas como dentro de éste, con lo cual su confrontación con el entorno social carece de todo sentido y su relación con el habitante urbano se establece en los términos de una indiferencia total.
La negación del marco institucional interpretativo determina la necesidad de construir un entorno de meta-comunicación que califique la intervención o la acción, en vistas a evitar su completa asimilación en el contexto con la consiguiente pérdida de su eficacia conceptual, estética o reflexiva. Estos aspectos meta-comunicativos son difíciles de generar, lo que muchas veces pone en peligro el destino y los objetivos de estas intervenciones.
Para la conmemoración del cincuentenario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, Alejandra Bocquel y Carina Ferrari ejecutaron una acción pública cuya interpretación dependía de tal instancia meta-comunicativa. La acción consistía en la exhibición de carteles con frases verbales discriminatorias, formadas por una referencia a un grupo social o cultural y una expresión calificativa ofensiva invariable (“gordo de mierda”, “macho de mierda”, “sudaca de mierda”, “puto de mierda”, “yanqui de mierda”, etc.). En su recorrido por las innumerables expresiones discriminatorias de este tipo que circulan socialmente, las artistas ponen de manifiesto no sólo su realidad puramente lingüística, sino también, la imposibilidad de no verse involucrado en una de ellas. El juego combinatorio es tan arbitrario como la discriminación misma. Pero para llegar a esta conclusión, es necesario acceder al nivel meta-comunicativo (en este caso, irónico) de la pieza. En todo otro caso, la obra puede ser entendida como ofensiva y discriminatoria, precisamente en el sentido inverso al que pretende circular.
Las recientes acciones de Fabiana Barreda, pertenecientes al proyecto Hábitat: Reciclables (1999), transitan un riesgo similar ante la ausencia del marco institucional interpretativo. Su irrupción en el espacio público ha sido acompañada por reacciones de sorpresa y aprobación, pero también, de desconfianza e indignación. Vestida con un traje conformado por el packaging de productos alimenticios, Barreda realiza un pequeño ritual con la gente en el que transforma un producto de consumo en una pequeña vivienda imaginaria en las manos abiertas de sus interlocutores. Sin embargo, muchos de éstos, temerosos ante la presentación tan extraña de la artista o acobardados ante la posibilidad de ser los blancos de una broma –debido a la generalización de las cámaras ocultas en la televisión– generan una resistencia que muchas veces coarta la ejecución y el sentido de la performance. Es en este enfrentamiento a ciegas con los horizontes interpretativos reales de la gente, donde estas acciones reflejan el carácter conflictivo de las fronteras entre los contextos intra y extra-artísticos.
LA CIUDAD, ESCENARIO DE CONFRONTACIÓN
Por su misma naturaleza, la intervención urbana es netamente política, en tanto se perpetra en el seno de la vida ciudadana, sin anuncios ni señales. La mera ocupación o actuación en el espacio público, establece una tensión entre éste y quienes, conmoviendo los órdenes implícitos de la estructura social –su “habitualidad”– se apropian de la ciudad, transformándola en el escenario de sus proposiciones particulares. Este conflicto suele proyectarse hacia una reflexión sobre los lábiles límites entre lo público y lo privado, uno de los ejes semánticos más comunes en este tipo de intervención.
Sin embargo, las implicancias de estos actos exceden ampliamente ese aspecto evidente. Como teatro de fuerzas sociales, políticas, culturales y económicas, la ciudad constituye un campo de negociación de representaciones, roles e identidades en el que se ponen de manifiesto –por momentos, en formas muy crudas– las discrepancias e incomplementariedades de amplios sectores de la sociedad.
En su entramado profundo, la ciudad alberga luchas de poder, sistemas de diferenciación y discriminación social, zonas de visibilidad y de exclusión espacial, conflictos entre el patrimonio público y la propiedad privada, dispositivos de coerción y aparatos de opresión, normas de convivencia comunitaria, sub-grupos que minan la identidad colectiva con sus identidades particulares. Aún cuando una obra se oriente sólo a un sector de este complejo y problemático tejido, lo cierto es que la totalidad conforma el contexto semántico del que finalmente emanará su sentido.
Veámoslo en algunos ejemplos. En Buenos Aires, el Grupo Fosa ha comenzado recientemente una serie de performances que consisten en dormir en espacios públicos. Con unas simples bolsas de dormir, los artistas modifican el entorno comunitario introduciendo en él una elemental acción cotidiana, posicionando en el ámbito colectivo un acto supuestamente privado. El planteo parece elemental, pero basta ver la reacción de la gente a este desajuste en la estructura de la realidad para comprobar el carácter altamente problemático que involucra. El cambio de contexto produce una tensión que no se resuelve fácilmente en la confrontación entre lo público y lo privado. Para los habitantes de una ciudad como Buenos Aires no es inusual encontrar personas durmiendo en la calle; de hecho, el drama de los “sin-techo” ha adquirido una amplia notoriedad en los últimos años. Sin embargo, los integrantes del Grupo Fosa no pertenecen a ese sector social sino, con mayor probabilidad, al de los transeúntes que se encuentran con estos cuerpos inertes en la ciudad. No parecen estar allí por necesidad sino por algún motivo incomprensible; ese motivo ignoto es probablemente uno de los elementos más perturbadores en las performances de la agrupación. Lo más curioso es que, si bien la obra ha sido diseñada en respuesta a un hecho generado estrictamente dentro del circuito artístico –un acto de censura (3)– su emplazamiento en la ciudad la ha dotado de fuertes connotaciones sociales, que se captan fácilmente en las reacciones de los propios ciudadanos; concretamente, éstos suelen interpretarla como un acto de protesta por la ausencia de trabajo o de una política de vivienda eficaz, incorporando la acción del grupo al ámbito de sus propias preocupaciones sociales.
En el extremo casi opuesto se encuentran las señalizaciones del Grupo Costuras Urbanas de la provincia de Córdoba. Mediante un sencillo acto, los integrantes del grupo exhiben las modificaciones del espacio público surgidas como consecuencia de la política económica liberal de los últimos años, designando literalmente las privatizaciones del patrimonio colectivo. Aquí, los conceptos público y privado están enraizados en el discurso económico-jurídico del derecho a la propiedad, pero para un país con una tradición estatista como la Argentina, involucran asimismo una cuestión de identidad nacional. Las señalizaciones remarcan que cada vez existen menos lugares donde uno puede sentirse “como en casa” en tanto crece, invisible y subrepticiamente, la corporativización y expropiación del patrimonio común.
Dentro de la misma realidad, pero desde una perspectiva algo diferente, Jorge Aregal ha trabajado sobre el discurso corporativo de las empresas privatizadas y su particular manera de dirigirse a sus usuarios. Aplicando las estructuras formales de las comunicaciones epistolares corporativas a situaciones absurdas emplazadas en el espacio público –a lo largo de las vías del tren de la ciudad de Mendoza, abandonadas por la falta de rentabilidad de este sistema de transporte– el artista provoca un cortocircuito semántico en el eventual receptor del mensaje. “Queridos visitantes: Muchos de los objetos situados en este lugar se encuentran activados. No tocar. Muchas gracias. Felicidades”, reza uno de los carteles, ubicado en un entorno desolado, mientras otro recomienda: “A nuestros queridos e inquietos jóvenes: Está terminantemente prohibido tocarse. Evite consecuencias. Denúncielo. Gracias y a triunfar!”. En el carácter aparentemente absurdo de los mensajes, se esconde un discurso altamente autoritario aplicado al espacio público, que Aregal pone al desnudo con humor, pero también, con implacabilidad.
Los integrantes del Grupo Arte Callejero han recurrido a los carteles y las señalizaciones, pero con un objetivo bien diferente. Sustentados en la historia política reciente, utilizan esas formas de marcación para destacar públicamente los lugares en los que habitan los militares que protagonizaron la represión ilegal durante la última dictadura. Esta acción tiene un equivalente en los “escraches” que realiza la asociación H.I.J.O.S., una sucedánea de las agrupaciones Abuelas y Madres de Plaza de Mayo. En estos escraches, grupos de militantes se manifiestan frente a las casas de los represores, alertando a sus vecinos y al pueblo todo sobre la presencia de estos personajes en el seno de la sociedad. El Grupo Arte Callejero ha encontrado una solución estética, no por eso menos política, a la práctica del escrache. Esta solución se apropia de la materialidad discursiva comunitaria y de sus sistemas de señalización para generar un mensaje de mayor duración, traducido al lenguaje de la ciudad y sancionado enunciativamente por sus propios habitantes.
FIGURAS EN EL PAISAJE GRÁFICO
En su afán por intervenir masivamente sobre el espacio urbano, algunos artistas han utilizado uno de los medios de expresión más difundidos en este ámbito: los carteles publicitarios. Producidos artesanalmente o recurriendo a medios industriales, estos carteles se integran con facilidad al lenguaje de la ciudad, disimulándose sin inconvenientes en su paisaje visual.
Sin embargo, y a diferencia de los afiches comerciales ordinarios, los producidos por artistas constituyen indefectiblemente una presencia disruptiva en el panorama gráfico de la urbe. Más allá de sus objetivos concretos –sorprender o concientizar, confrontar o promover la participación de la gente– su ubicación en el espacio público se establece siempre en el marco de un campo de tensiones desde donde se interpela con fuerza al transeúnte, en un intento por capturar su atención, neutralizando, al mismo tiempo, la competencia de la sobrecarga publicitaria de sus vecinos.
Supuestamente, los afiches constituyen una de las formas de comunicación social más eficientes. Sin embargo, su estatuto no es estrictamente comunicativo sino difusor de mensajes, en tanto no prevé una vía de respuesta de la misma efectividad. Su emplazamiento urbano no desestima la acción de la gente, pero no han sido diseñados para promover tal acción.
Últimamente, y siguiendo algunas tendencias del marketing contemporáneo, el cartel ya no se define por lo que promueve sino por su pura presencia. Se busca saturar el entorno de los caminantes con una imagen reconocible y no comunicar ni describir las bondades de una oferta. El reemplazo de la promoción del producto por la primacía de la marca enfrenta al observador a un universo de símbolos visuales sin profundidad, nimios pero omnipresentes, bajo los cuales el espacio social se diluye en una profusión de efectos gráficos y esloganes ingeniosos, que sepultan las condiciones reales de la existencia ciudadana.
En 1998, Pablo Boneu se propuso contrarrestar la sobrecarga informativa mediante afiches vacíos que produjeran un descanso visual e intelectual, ante al elevado nivel de polución de imágenes que introducen los carteles publicitarios. Su intervención se conoció como La Estética de la Omisión, y si bien la propuesta parece, a primera vista, muy sencilla, tuvo que esperar casi un año para su realización, ante la recurrente negativa de las agencias de publicidad a permitir que tal acción tuviera lugar. En una sociedad en la que cada centímetro de espacio gráfico cotiza a un valor muy elevado, la propuesta de una intervención de este tipo constituye un acto altamente problemático. De todas formas, la reacción parece exagerada, sobre todo si pensamos que el promedio de duración de los carteles en la vía pública fue inferior a los tres días.
Desde su creación, el Grupo La Mutual Art Gentina ha incorporado el afiche callejero como medio principal de manifestación. Sus intervenciones integran frases famosas con las de sus integrantes, en tópicos que van desde la declaración política hasta la poesía, canalizadas a través de carteles coloridos y de composición uniforme, que invocan la atención del peatón. El sentido general de las frases propone una reflexión sobre la realidad actual, tanto cultural como política, exigiendo que el transeúnte se olvide por un momento del sobrecargado ritmo ciudadano, trocando la lectura en un instante de meditación.
La exigencia de los carteles de Carlos Filomía es aún mayor: sus dibujos con viñetas vacías están diseñados para acoger la participación activa de los paseantes de la ciudad. El artista suele realizar estas intervenciones en épocas cercanas a las elecciones políticas. En esos momentos especiales, donde la gente parece necesitar vías para expresar su opinión sobre las acciones de gobierno y las promesas electorales, la ciudad se cubre de estos carteles enigmáticos que incitan a la manifestación pública de las ideas. Los afiches se pueblan entonces de críticas, bromas, insultos, reclamos, expresiones de indignación, impotencia, burla o dolor. La obra se transforma así en una vía para la liberación de fuerzas ocultas y reprimidas, un espacio de acceso público para quienes no suelen tener tal acceso, un ámbito de expresión anónima, sin censuras ni restricciones, que funciona como caja de resonancia de los discursos subyacentes en el entretejido social.
Por su forma comunicativa directa, el afiche es quizás uno de los medios más efectivos para interpelar al ciudadano. Sin embargo, desde el punto de vista artístico, su efectividad no es necesariamente superior a la de otras formas de intervención pública. Tanto los carteles como las acciones y otras formas de presencia en el espacio público, dependen en última instancia de la puesta en funcionamiento de dispositivos conceptuales que superen la mera estetización y el mero impacto sensorial, en vistas a la conformación de un sentido que recupere los aspectos más emblemáticos del discurso social para el arte. Ciertamente, existe otro elemento primordial en la caracterización del conjunto: el particular momento histórico en el que las acciones e intervenciones han tenido lugar. Todas ellas, sin excepción, dependen de este modificador histórico en el que finalmente se resuelve la fuerza de su propuesta conceptual.
Los acontecimientos cambian, el tiempo pasa, y la historia del arte sigue insistiendo en su manía objetualista. Sin embargo, pocas experiencias estéticas consiguen, como éstas, capturar la productividad del hecho artístico en su significación social y cultural, exhibiendo, al mismo tiempo, sus propias limitaciones y las del circuito artístico del que, finalmente, extraen su sentido.