1.
Introducción
El arte colaborativo es una vertiente del arte
contemporáneo cuyas manifestaciones más tempranas podemos localizarlas en los
años sesenta del pasado siglo. Sus orígenes quedan dibujados en las propuestas
comprometidas del arte político, juntamente con la proliferación de
‘performances’, muy destacable en Gran Bretaña y Estados Unidos, a finales de
los sesenta y principios de los setenta. El arte de acción como forma de
protesta y crítica social fue acogido por diferentes movimientos sociales del
momento en plena reivindicación como el feminismo, el ecologismo o con colectivos
minoritarios que en ese momento se estaban organizando. En cualquiera de los
casos, su trayectoria se definía bajo un marcado compromiso social y político
que apostaba por un arte centrado en el contexto. Para ello, era necesario
trasladar la obra de arte de la galería y del museo a entornos más abiertos,
vinculados a lo que tradicionalmente conocemos como arte público.
Desde sus inicios se hace patente el interés de
estas propuestas artísticas por participar en la resolución de situaciones
conflictivas relacionadas con aquellos colectivos que pueden requerir de este
tipo de intervenciones para superar las problemáticas en las que se encuentran
envueltos.
El arte colaborativo puede participar de este
proceso a través de diferentes medios. Puede optar por reforzar la visibilidad
de estos grupos, fomentar la integración social de los mismos o reforzar la
autoestima de sus integrantes. En cualquiera de los casos mencionados, el
objetivo consiste en establecer un soporte en dos niveles de identidad: valores
y representación grupal e individual. Con relación a este objetivo, una de las
consecuencias más relevantes de las intervenciones de arte colaborativo es que
permiten la posibilidad de facilitar un conjunto de conocimientos y
herramientas que deben permitirles identificar y posicionarse críticamente con
las construcciones sociales, tanto aquellas en las que participan directamente
como el de los demás agentes que participan en el entorno social donde se
inscriben.
Unos objetivos tan marcados y ambiciosos deben
comportar un replanteamiento del papel del artista, el público y la obra,
desestimando buena parte de la concepción tradicional –puede que caduca– del
arte. Si se pretende que estos objetivos se traduzcan en influencias reales,
resulta imprescindible que el artista opte por bajar de su ‘torre de marfil’,
para colocarse en condición de igualdad junto a los espectadores. Una parte de
éstos últimos, aquellos que participen en la ejecución del proyecto, deben
modificar para ello su condición de receptores pasivos –es decir, la de
aquellos que se limitan a aceptar o rechazar una determinada propuesta
artística– para poder integrarse activamente en su desarrollo y resolución.
Este
cambio de paradigma conlleva también una nueva percepción de la obra resultante,
trasladando la mayor parte de su trascendencia al proceso creativo definido por
el conjunto de sus actores. Esto comporta que la obra resultante pase de ser
una finalidad[1] a
convertirse en una evidencia directa que ilustra una convergencia de múltiples
creatividades individuales. Esto podría llevar a plantear que, en este tipo de
arte procesal, la obra no es otra cosa que una respuesta concreta a una
problemática –más o menos compleja– necesaria para que se produzca este diálogo
creativo.
El diálogo que se establece alrededor de este
proceso no solamente conlleva una metodología de trabajo sino también una
finalidad en si misma: es este entorno el que debe facilitar las mejoras
sociales que llevan aparejadas este tipo de iniciativas. Para ello el modelo
debe definir un entorno de aprendizaje que trascienda aquellos conocimientos de
cariz instrumental. Es decir que para alcanzar esta finalidad resulta tan
importante que todos los participantes puedan colaborar en la formalización del
proyecto como que, por poner un ejemplo, construyan o perfeccionen estrategias
para relacionarse con el conjunto de participantes, formen parte o no del grupo
social en que se inscriben. En esto recae la singularidad metodológica de la
propuesta artística: la intervención activa situada sobre un mismo plano de
igualdad fomenta la construcción de conocimientos que rara vez podrían
producirse en entornos donde se ha implantado una jerarquía, por pequeña que
esta pueda parecer.
Con
frecuencia estas relaciones de poder no resultan evidentes, aunque no por ello
dejan de ser perjudiciales para esta metodología de trabajo. En el ejercicio de
estas actividades hay que prestar una atención especial a esta condición,
puesto que puede convertirse en una limitación importante para el proyecto.
Aunque pueda presentarse como un criterio políticamente incorrecto, resulta
fácil aceptar para muchos –puesto que participa de una cierta lógica– que el
criterio de un artista sea más adecuado que el de aquellos otros que no tengan
el privilegio de poder asumir esta etiqueta.[2] Un entorno de igualdad sincero debe
permitir el desarrollo de conocimientos y herramientas que contribuyan al
‘empoderamiento’[3] del grupo al cual van dirigidos todos
estos esfuerzos.
Por último, conviene incidir en el hecho que los proyectos
de arte colaborativo no solamente rehuyen de los aspectos emocionales del
aprendizaje, sino que los fomentan para permitir el desarrollo eficiente de una
red de relaciones entre integrantes de diferentes grupos que conviven en un
determinado contexto social pero que se encuentran sujetos a importantes
condicionantes que les impiden relacionarse de un modo diferente al impuesto
por la tradición y los estereotipos.
2. Las
limitaciones conceptuales
El
análisis de diferentes proyectos de arte colaborativo vinculados a la
conducción de un breve curso monográfico dedicado a este tema,[4] nos permitieron constatar que en la
mayoría de los casos no resulta fácil harmonizar la teoría con la praxis.
Antes que nada conviene apuntar unas breves
reflexiones relacionadas con el complejo campo de la sociología del arte. Por
una parte entendemos la posibilidad que los agentes que definen el marco
teórico –historiadores y críticos del arte, principalmente– tengan la intención
de influenciar en la práctica de los proyectos de arte colaborativo. Es decir,
no limitarse a una influencia en el marco teórico sino también en la producción
artística asociada. Del mismo modo, también contemplamos la tendencia –o
debilidad– humana a un cierto reduccionismo que implica la elaboración
compulsiva de patrones y etiquetas para sistematizar un conjunto de
experiencias individuales y diferenciadas.
Ambas
actitudes podrían justificar la distancia que hemos identificado entre la
definición teórica y el ejercicio de estas prácticas artísticas. Por esta razón
puede sorprender identificar que, pese a que diversos autores presentan el ‘empoderamiento’ como una de las principales
características del arte colaborativo, en la mayoría de los proyectos
estudiados éste no se encuentra desarrollado puesto que no existe documentación
que evidencie ningún tipo de continuidad.
Debemos tener en cuenta que con esto hacemos
referencia tanto a una apropiación literal como en profundidad, entendiendo la
primera como una apropiación superficial de los diferentes recursos
desarrollados, mientras que la segunda consiste en adaptar el modelo original a
las nuevas necesidades del grupo o comunidad que las explota. En cualquier caso,
rara vez los proyectos transcienden la desactivación de los diferentes agentes
encargados de iniciarlo (educadores, artistas, voluntarios, instituciones
políticas, sociales y mecenas, etc.).
Para ilustrar este comportamiento podemos imaginar
un proyecto en el que unos educadores sociales identifican una necesidad o
problemática vinculada con un grupo concreto. Con independencia de la agudeza
de su análisis, éstos se encargan de diseñar el proyecto que posteriormente
deberán resolver el conjunto de participantes. Como ya hemos apuntado, esta
unidireccionalidad implica unos modelos jerárquicos en el proceso que
inevitablemente condiciona el rumbo y la finalidad de la propuesta.
Ciertamente,
este ejemplo puede permitir la creatividad de los diferentes participantes,
puesto que depende de ellos el resultado de –pongamos por caso– una pintura
mural que transmita los valores de respeto y solidaridad con los extranjeros e
inmigrantes. La técnica, el estilo, la composición, la selección de colores, la
selección de mensajes textuales o la selección de símbolos gráficos son algunas
de las numerosas cuestiones abiertas a la negociación entre los participantes.
Pero conviene tener en consideración que no dejan de ser decisiones pautadas
por un modelo fijado de antemano, es decir, un determinado tema con una marcada orientación
ideológica (fomentar el respeto por los extranjeros e inmigrantes), resuelto
mediante una determinada técnica de expresión plástica
(pintura), en un determinado soporte (un muro de ladrillos),
situado en un lugar determinado (la pared exterior de una biblioteca
municipal). Como este ejemplo podemos encontrar muchos proyectos realizados en
nuestro entorno o en el ámbito internacional con un perfil similar. En todos
ellos, las decisiones de aquellos que participan en él se pueden reducir a
aceptar el modelo propuesto o no participar de él.
En
definitiva, este tipo de proyectos de arte colaborativo implican una separación
–cualitativa– del equipo de trabajo en dos bandos: por una parte aquellos que
deciden que se tiene que hacer y, en el otro extremo, todos los demás. Por lo
tanto y a falta de una horizontalidad real, existe una tendencia a generar
proyectos más afines a la participación[5] que a la colaboración, con
independencia que la intención inicial del proyecto sea situarlo bajo el
paraguas del arte colaborativo.
3.
Algunas razones que pueden justificar esta situación.
No
cabe duda que nos encontramos en un contexto histórico peculiar. Los avances
tecnológicos y el posicionamiento ideológico hegemónico occidental[6] permiten un acceso generalizado a la
información y una capacidad de comunicación difícil de imaginar sólo unos pocos
años antes del colapso del bloque soviético.
Por lo tanto resulta fácil llegar a la conclusión
que nos encontramos inmersos en el contexto ideal para un desarrollo completo
de este tipo de prácticas artísticas. Entonces, ¿qué puede motivar la
mencionada distancia entre el campo teórico y práctico del arte colaborativo?
Resultaría comprensible que ambos campos se encontrasen en consonancia, o al
menos que pudiese identificarse un progresiva correspondencia del uno con el
otro.
A medida que se expande el marco teórico, maduran
los proyectos y aparecen nuevas iniciativas. Sin embargo, percibimos que se
desprende un fuerte idealismo –del que los autores reconocemos participar en
buena parte– en las definiciones y tesis publicadas al respecto, negando en
cierto modo una parte importante de las prácticas colaborativas y
participativas que se están llevando a cabo actualmente.
Los factores que contribuyen a este ‘décalage’
deberían poderse explicar mediante alguna o la combinación de las hipótesis que
planteamos a continuación. Por un lado, resulta evidente que existe una
carencia importante de información que ilustre la prácticas artísticas
colaborativas llevadas a cabo. Aunque cabe la posibilidad que los autores desconozcamos
el material relacionado, de poco sirve que exista un ‘corpus’ que permanezca
deliberada o involuntariamente oculto bajo un alud de información, ya que no
participa en el enriquecimiento del mencionado marco teórico e impide que desde
la práctica artística se puedan evitar los errores detectados con anterioridad.
Ignorando su existencia, conviene tener en cuenta
que la elaboración de este material debería comportar una importante
dificultad, puesto que este tipo de experiencias –como también ocurre con
frecuencia en el campo educativo– se resisten a ser reducidas y evaluadas con
métodos cuantitativos. Por lo que respecta a la evaluación cualitativa y como
que se propone desde la investigación participativa, ésta comporta un grado de
dificultad que sólo puede afrontar un investigador competente y experimentado,
puesto que debe conseguir traducir la especificidad de las experiencias en
modelos que puedan ser aplicados en contextos diferenciados de los originales.
Al margen de la dificultad y la lentitud del
trabajo de investigación que comportaría una investigación como esta, también
cabe tener en cuenta que deberíamos añadir a aquellos errores potenciales la
falsificación deliberada de resultados que se producen en cualquier campo de
investigación. Con esto queremos apuntar que, con la mayor parte de las
lecturas documentales de proyectos, resulta evidente que los autores dejan de
lado toda aproximación crítica al proceso o a los resultados. De poco sirve a
la comunidad de críticos e historiadores, o al conjunto de agentes que fomentan
o participan en la ejecución de proyectos de arte colaborativo, que se
documenten otras propuestas si se ignoran las debilidades y amenazas que deben
resolverse para obtener mejores resultados.
No
debemos olvidar tampoco que aquellos (artistas, educadores, etc.) que promueven
este tipo de experiencias comunitarias suelen depender de la financiación de la
administración pública o de iniciativas privadas interesadas en el desarrollo
de este tipo de actividades (museos y fundaciones, principalmente). Por lo
tanto, es hasta cierto punto comprensible que no pretendan echarse tierra
encima dejando en evidencia delante de sus patrocinadores las limitaciones y
fracasos recolectados durante la experiencia.
4.
Algunas consideraciones finales
Pese
que hemos dejado entrever la siguiente hipótesis en anteriores párrafos,
resulta pertinente rescatarla para puntualizar que la razón principal que
justifica la mala praxis del arte colaborativo lo encontramos en los mecanismos
de financiación propios del sistema. Debido a que una parte importante de los
proyectos de este tipo dependen de subvenciones institucionales,[7] las propuestas con un marcado carácter
procesual y de flexibilidad, necesarias para un planteamiento netamente
colaborativo, no suelen ser aceptadas. Como casi todo, esta actitud refractaria
puede explicarse por la lógica de mercado: Las empresas invierten en proyectos
sociales para mejorar su imagen y incrementar su capital simbólico; los
ayuntamientos y demás instituciones públicas obedecen a una lógica parecida,
orientada a administrar con eficacia el presupuesto del que disponen y intentar
conseguir el mayor rendimiento político, manteniendo su línea ideológica o una
estrategia política adecuada a cada coyuntura histórica.
Aunque resulta evidente que los dos entornos
persiguen objetivos diferenciados, ambos comparten la atención en el
rendimiento de sus actos. Los organismos estatales suelen exigir una
justificación pautada y programada de los proyectos artístico-educativos a los
que va a destinar sus fondos, del mismo modo que esperan resultados concretos y
materiales. Este comportamiento también conlleva aparejado un cierto carácter
paternalista, donde el mensaje resultante puede reducirse a que la institución
–pública o privada– pone de manifiesto que conoce las necesidades de un
determinado grupo social y invierte esfuerzos con el objetivo de minimizar la
problemática identificada. Existe pues la posibilidad que los proyectos
propuestos desde estas instituciones ignoren total o parcialmente las
necesidades de estos grupos priorizando el rendimiento político o publicitario
que estas intervenciones les pueden reportar.
Por otro lado, la figura del artista participa aún
de una posición controvertida. Debido a fuertes reminiscencias del imaginario
romántico que aún conserva y a pesar de verse inmerso en una sociedad
totalmente distinta, se imbuye de cierta responsabilidad en relación con los
demás agentes participantes. En cierta medida, encarna el papel del emprendedor
actual. En otras palabras, el artista tiende a pensar en proyectos concretos,
para presentar en sociedad, lo cual comporta una ausencia de horizontalidad,
que es la condición que valida el interés y la efectividad del proyecto a
medida que este evoluciona.
En
definitiva, las intenciones del arte colaborativo contribuyen a la construcción
de una sociedad más solidaria y esperanzadora. Sin embargo, el desconocimiento
general de las necesidades reales de los grupos a los que se suele destinar,
conlleva importantes desajustes entre lo que se pretende y lo que acaba
resultando. Teniendo en cuenta que la experiencia hasta entonces nos ha
demostrado que la promoción de este tipo de prácticas ha derivado a menudo en
una instrumentalización por parte de sus inversores, es importante seguir
trabajando en otras direcciones. Una buena alternativa sería basarse en nuevas
formas de financiación tan rabiosamente actuales como el micromecenazgo. De este
modo, a través de un sistema de donaciones neutrales aunque comprometidas con
la causa, lograríamos una cooperación más transparente con el ‘alma mater’ de
las prácticas artísticas colaborativas.
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Bibliografía
Blanco,
P. (2005). “Prácticas artísticas colaborativas en la España de los años
noventa”. En: Desacuerdos 2. Sobre arte, políticas y esfera pública en
el Estado español. Pag. 188-205.
Casacuberta,
D. (2003). Creación colectiva : en Internet el creador es el público.
Barcelona: Gedisa.
Ivern,
Joan. (2010). Pràcticas artísticas colaborativas. Análisis de tres casos
en el contexto educativo españo. Master Artes Visuales y Educación: un enfoque
construccionista.
Ricart,
M.; Saurí, R. (2009). Processos creatius transformadors. Barcelona:
Ediciones del Serbal.
Rodrigo,
J. (2011). “Políticas de colaboración y prácticas culturales: redimensionar el
trabajo del arte colaborativo y las pedagogías”. En: Inmersiones 2010.
Proyecto Amarika y Vitoria: Diputación Foral de Álava. Pag. 230-249.
Sánchez,
A. (2010). “Prácticas artísticas y pedagogías colaborativas: paradojas
productivas del trabajo desde la diferencia”. En: Jornadas de
Producción Cultural Crítica en la Práctica Artística y Educativa. 18 de Junio,
MUSAC, León.
..
[1] Aunque
nos encontremos en un período en que existe una pronunciada tendencia hacia la
desmaterialización de la obra de arte, continua gozando de una marcada
centralidad.
[2] Resulta inevitable un cierto respeto
por parte de aquellos que no son conocedores de un determinado campo. No
deberíamos establecer paralelismos con otros campos profesionales –por ejemplo,
considerar que un mecánico será la persona más adecuada para resolver un
determinado problema con un motor de explosión. Debemos evitarlo en primer
lugar porqué la expresión artística no puede compararse a la de cualquier
profesión técnica, sin olvidar tampoco el hecho que el objetivo de la práctica
no consiste en generar una obra de arte de una cierta calidad sino fomentar la
creatividad de un grupo concreto de personas con diferentes cualidades y
atributos.
[3] Neologismo de origen anglosajón
propuesto para la próxima edición del diccionario de la RAE. Se suele definir como
“el proceso por el cual una persona o grupo social adquiere los medios para
reforzar su potencial en términos económicos, políticos o sociales” (Sens dubte. Gestor de consultes lingüístiques i terminològiques.
Universitat de Barcelona).
[4] Hacemos referencia al ‘workshop’ “ArtHUB: Prácticas Artísticas
Participativas y Colaborativas”, realizado en Nauart los
días 13, 20 y 16 de Julio de 2013, conducido por Laia Guillamet i David Roca.
[5] Las definiciones vigentes de la
normativa lingüística española no comportan diferencias significativas entre
los términos ‘colaborativo’ y ‘participativo’, pudiéndose interpretar en la
mayoría de casos como sinónimos. Hemos optado por diferenciar los dos conceptos
de manera que se puedan diferenciar rápidamente aquellos proyectos que
comportan un ‘empoderamiento’ (practicas colaborativas) de aquellos que no resuelven
este objetivo (prácticas participativas). Interpretamos pues que el adjetivo
‘colaborativo’ implica una participación horizontal facilitaría la toma de
decisiones que comportarían modificaciones substanciales respecto el rumbo del
proyecto, mientras que ‘participativo’ lo identificamos como la posibilidad de
tomar decisiones superficiales sobre una propuesta fijada de antemano.
[6] En un entretenido a la par que lúcido
ensayo, David Casacuberta (2003) remarca un echo que se acaba ignorando con
facilidad: Internet es una estructura de comunicación libre y descentralizada
porque aquellas personas e instituciones que han participado – directa o
indirectamente – en su diseño así lo han decidido. Que en un futuro esto
tenga que continuar siendo así sólo depende de que los poderes políticos,
económicos y sociales decidan mantener el paradigma actual. Existe la
posibilidad de que se pretenda corregir el modelo en favor de un sistema
centralizado por las administraciones competentes, dificultando la producción
de nuevos contenidos o censurando servicios y contenidos según los criterios
adecuados a cada momento.
[7] Bajo este término agrupamos todo tipo
de instituciones, públicas o privadas, como podrían ser los ayuntamientos, las
asociaciones de vecinos, las fundaciones vinculadas a grandes multinacionales,
los museos o las galerías, etc.
.
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http://interartive.org/2013/08/arte-colaborativo/#sthash.lAitHMFU.dpuf
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