LUGARES DE LA TRANSDISCIPLINARIEDAD. LUGARES PARA LA TRANSDISCIPLINARIEDAD




NUNCA HEMOS SIDO MODERNOS
No hay verdades desnudas,
como tampoco hay ya ciudadanos puros.
Bruno Latour, Nunca hemos sido modernos

Entre 1660 y 1670 tuvo lugar en Inglaterra una interesante controversia entre Robert Boyle y Thomas Hobbes. La historia fue contada magistralmente por Steven Shapin y Simon Schaffer hace ya más de dos décadas y se ha convertido en un clásico de los estudios sociales de la ciencia. Narra la configuración simultánea de la ciencia experimental y de la sociedad política y de cómo ambas estuvieron implicadas en la construcción de los hechos científicos.

La historiografía nos ha legado a un Boyle asociado con la práctica experimental y a un Hobbes ocupado en la fundación de una teoría política y del orden social. En su Leviathan, escrito en 1651, Thomas Hobbes propuso una idea de Estado como el acuerdo entre gobernantes y súbditos. Su preocupación se centró en el estudio de la naturaleza humana y en la organización de la sociedad. Inventó un dios mortal, un ser artificial, hecho de ciudadanos, cálculos, acuerdos y conflictos. Para definir un objeto científico, Hobbes recurrió a un poder social, único y abstracto.

Robert Boyle, por su parte, pasa por ser uno de los padres del método experimental a través de la creación, entre otros artefactos, de la bomba de vacío, pieza clave en la creación de la Royal Society. Boyle inventó el laboratorio en cuyo interior las máquinas crean hechos científicos que representan a la Naturaleza. Con el laboratorio aparecieron nuevos mecanismos de autoridad y fiabilidad. Lo que sucedía en el interior de la bomba de vacío era observado por pequeños grupos de testigos. Boyle no pedía a sus caballeros-testigos su opinión sino la observación de un fenómeno producido artificialmente. A las sesiones celebradas en el interior de la Royal Society londinense asistieron las personalidades más destacadas de la sociedad. Y lo hicieron no como especialistas sino como personas de honor que debían y podían dar testimonio de la veracidad de unos hechos (Lafuente y Saraiva 2002). Para legitimar sus teorías, Boyle recurrió no solo a una sofisticada tecnología (la bomba de vacío) sino que también apeló a unas no menos complejas tecnologías sociales (los testigos presenciales) y textuales (los argumentos y la retórica de sus textos). En ellos introdujo toda una narrativa del experimento, «haciendo ver» al lector el experimento y convirtiéndolo así, en la distancia física y temporal, en público-testigo.

Hobbes cuestionó todo el experimento de Boyle, tanto desde el punto de vista de la tecnología usada (la bomba no podía ser estanca) como desde el conceptual (el vacío no podía existir). Para Hobbes, la manera en que Boyle utilizaba las palabras y los conceptos era del todo incorrecta. El enfrentamiento entre Hobbes y Boyle marca el inicio de nuestra modernidad y su mundo de categorías definidas y separadas.

«Boyle creó un discurso político del cual la política debía ser excluida, mientras que Hobbes imaginó una política científica de la que la ciencia experimental debía ser excluida» (Latour 2012). En su disputa inventaron nuestro mundo moderno. La modernidad se construyó sobre dos maneras de hacer y dos saberes separados, el experimental y el político. Los herederos de Boyle definieron el laboratorio como un lugar donde los científicos, separados del resto, hablaban en nombre de las cosas. Los sucesores de Hobbes definieron la República como un ente extramuros del laboratorio donde los ciudadanos éramos representados, a su vez, por un intermediario todopoderoso, el Soberano.

PASAJES DEL CONOCIMIENTO

Creo, veo, que el estado de las cosas
es más bien un sembrado de islotes
en archipiélagos sobre el ruidoso desorden
mal conocido del mar, cimas de
cantos desgarrados azotados por la resaca
y en perpetua transformación,
desgaste, roturas y encabalgamientos,
emergencia de racionalidades
esporádicas cuyos vínculos entre sí
no son fáciles ni evidentes.
Existen pasajes, sé de ellos.
Michel Serres, El paso del Noroeste.

Pero las cosas nunca han sido perfectas. Siempre ha habido prácticas y espacios que han fomentado lo multidisciplinar, lo informal y lo disidente. En Londres, en plena Ilustración, surge un lugar de reunión que desempeñó un papel determinante en la historia del conocimiento y en su difusión. Nos referimos a los cafés, situados en lugares céntricos como el Café London, ubicado en el patio de la Catedral de San Pablo y donde se reunían, entre otros, el Club de los Honestos Liberales y los Electricistas. Allí, el 19 de diciembre de 1765, se sentó por primera vez un párroco y maestro recién llegado a la ciudad, Joseph Priestley. Los cafés fueron lugares habituales de reunión de teólogos, herejes, médicos, estudiantes, libreros, inventores, feriantes y diletantes. Lugares donde se exploraba el terreno de la no ortodoxia, donde se practicaba la discusión desordenada, donde la mezcla de procedencias y de intereses era la norma. Las conversaciones discurrían de manera natural, saltando de la ciencia a la política. Fueron lugares donde se mezcló lo céntrico con lo periférico y donde las ideas surgían de la combinación, el azar y la diversidad. Toda innovación surge de la circulación y del acceso al conocimiento. Al posibilitar ambas cosas (libre circulación y accesibilidad), las tertulias de los cafés decimonónicos se convirtieron en uno de los grandes ejes y motores de la innovación durante la Ilustración. Fueron una potente tecnología de la innovación precisamente porque favorecieron el acceso a la información distante (geográfica pero también disciplinarmente), provocaron el encuentro (azaroso en muchas ocasiones) y facilitaron la accesibilidad al conocimiento derivada de las relaciones de confianza y autoridad que allí se establecían. Se convirtieron en espacios públicos donde reinó la mezcla, la multidisciplinariedad, la confianza, la horizontalidad y la colaboración.

Un siglo después, el 31 de agosto de 1854, una pequeña plaza cerca de Broad Street en el Soho londinense fue el origen de un violento brote epidémico que causó cerca de 500 muertos en apenas 10 días. Era el comienzo de la tercera de las grandes epidemias de cólera que devastaron el Londres victoriano de mediados del XIX. El cólera, sin causa conocida, aparecía regularmente en lugares caóticos y sucios. Todas las descripciones de aquel Londres nos hablan de calles estrechas y fangosas, donde los fétidos olores convivían con la miseria y la pobreza, pero también con los alimentos y las escuelas. Aquel año, Londres se convirtió durante semanas en un gran laboratorio científico ocupado por vagabundos, miseria, trabajadores, bacterias, ideas, urbanistas, higienistas, fuentes de agua, infraestructuras, desechos, médicos, curas, negocios, teorías científicas, basura, miedos y prejuicios. Durante aquellas semanas, un barrio popular movilizó tantos actores como si se tratara de un gran proyecto de Big Science. El experimento traspasó las paredes del laboratorio, superando la organización en disciplinas de la ciencia del momento. La realidad escapó al espacio creado por Boyle. Lo que allí había era un híbrido entre conocimiento y ciudadanía, entre ciencia y sociedad, entre cultura y naturaleza, entre miasmistas y ambientalistas. En ese contexto, fueron John Snow, médico de barrio, y Henry Whitehead, párroco, quienes protagonizaron una encarnizada lucha contra un objeto complejo y desconocido, pasando por encima de las convenciones científicas del momento y más allá de los espacios propios de cada uno (la consulta y el confesionario). La controversia, magníficamente narrada por Steven Johnson (2006), muestra lo complejo de la realidad y de la práctica científica. Más allá del laboratorio y de las teorías dominantes, mezclando saberes canónicos con conocimientos intuitivos, saberes académicos con conocimiento local, costumbres tradicionales con incipientes técnicas de visualización, expertos con afectados, Snow y Whitehead fueron capaces de identificar una causa, modificar la legislación y cambiar las prácticas de poderosas empresas.

«No hay verdades desnudas, como tampoco hay ciudadanos puros», concluye Latour (1993). O, dicho de otra forma, nunca fuimos modernos y, si lo fuimos, ya no podemos serlo de la misma manera. Superar el discurso de la modernidad exige intentar resolver falsos dualismos como naturaleza-cultura; ciencia-sociedad; orden-caos. Significa también superar la inacción melancólica y bartlebyana de los postmodernos. Dejar de ser modernos no significa dejar de creer en la Ilustración, ni en la Ciencia, ni en los expertos, ni en sus organizaciones. Significa abandonar una manera de representarnos la ciencia como algo objetivo, verdadero, frío y extraterritorial para quedarnos con su «audacia, su experimentación, su incertidumbre, su calor, su mezcla incongruente de híbridos y su capacidad de recomponer la relación social» (Lafuente, Alonso y Rodríguez 2013).

La modernidad nos demandó simplificación. Y simplificamos eligiendo, troceando, descartando, posicionándonos y, muchas veces, excluyendo. Simplificamos porque era necesario. Simplificamos reduciendo, parcelando y acotando los problemas. Clasificando. Lo hicimos apoyándonos en un dualismo tan reductor como necesario, tan ineficiente como útil. Lo hicimos creando los espacios adecuados y definiendo los protocolos internos y las reglas de entrada, pero también dejando fuera mucho conocimiento y a muchos actores. Y aunque avanzamos, la complejidad nunca dejó de aflorar desde el lado de lo real. Convertimos la dualidad en nuestro campo de batalla y acallamos la lucha a favor del reparto en parcelas, en escuelas, en disciplinas, en espacios determinados. Y con la aparente paz dominó el orden y el progreso. Pero ya no es suficiente. Los acontecimientos de las últimas décadas (crisis alimentarias, sanitarias, sociedad del riesgo y especialmente la aparición de Internet) nos obligan a hacer las cosas de otra manera. Derribar muros y compartimentos y sustituirlos por estructuras porosas que favorezcan la mezcla y la hibridación. Deberíamos, sugiere Michel Serres (1991), dejar de lado el imperativo de la clasificación en pos de la visibilidad. «La clasificación de las ciencias ordena los saberes en un espacio y la historia de las ciencias los dispone en un tiempo, como si supiéramos, incluso antes de las ciencias, qué es el espacio y qué es el tiempo». La mitad de nuestra política se construyó sobre la ciencia. La otra mitad de la naturaleza se construyó sobre las sociedades. Volvamos a unirlas y la tarea política podrá empezar de nuevo. Boyle y Hobbes parcelaron tratando de evitar los híbridos. Pero, al prohibirlos se posibilitó su proliferación. Inauguraron la época de los espacios del saber institucionalizados y disciplinados pero a costa de dejar mucho fuera. De la escisión surgieron nuestras actuales dicotomías, resultado de haber situado durante siglos las dos culturas en planos diferentes.

Snow, saliendo del laboratorio, volviendo a la calle, expandiendo el experimento y ampliando las preguntas y los objetos observados identificó un nuevo objeto híbrido. Contra todo pronóstico resolvió un problema de enorme complejidad y grandes consecuencias científicas, demográficas y económicas y lo hizo ensanchando la ciencia e incorporando otras sensibilidades. El Club de los Honestos Liberales, los Electricistas y Joseph Priestley, sentándose alrededor de los efectos estimulantes de un café, discutiendo, compartiendo saberes y experimentando, ampliaron por su parte el campo de la electricidad.

MARGINALIA
Toda abstracción,
toda geometrización de la realidad histórica,
supone una devaluación de las fisionomías particulares,
de las peculiaridades regionales o culturales de cada tradición.
Juan Pimentel, Testigos del mundo

Los historiadores han descrito los procesos de institucionalización y de su progresiva configuración en disciplinas y en espacios cada vez más alejados unos de otros. Y a pesar de que siempre hubo espacios y prácticas marginales lo dominante fue el avance de los expertos, los lenguajes especializados y los protocolos exhaustivos y, por tanto, la creciente exclusión de otros saberes, prácticas y colectivos. Se han ocupado también de mostrarnos cómo la ciencia, el conocimiento y la innovación han necesitado siempre de espacios adecuados donde producirse y públicos oportunos para validarse. Si a Boyle le fue suficiente con recurrir a un pequeño grupo de caballeros para que dieran testimonio y acreditaran con su presencia sus prácticas, pronto fue evidente la necesidad de ensanchar los públicos y aumentar los espacios de interacción y validación. La ciencia se fue convirtiendo durante los siglos XVIII y XIX en una actividad ubicua, cada vez más vinculada a las decisiones del poder y cada vez más necesitada de asentimiento público. El crecimiento y la escisión de la ciencia en disciplinas generaron una explosión de nuevos espacios de ciencia, muchos de ellos desvinculados y desconectados entre sí. Los gabinetes, los salones, los jardines botánicos, los museos de ciencia, la prensa divulgativa, las sociedades patrióticas, las tertulias y los cafés surgieron como espacios de confirmación y validación pública del conocimiento. Durante este proceso se produjeron sucesivas y múltiples escisiones, pendientes aún de cerrar, entre la república de las letras y la república de la ciencia. Se vinculó el conocimiento a la utilidad y se le separó de otros ámbitos como el de los raros, los escasos y los marginados. Se separaron el mundo de los expertos y el de los legos y los amateurs.

Desde entonces, el experimento no ha parado de crecer. Los Hobbes y los Boyle de ahora ya no se entienden entre sí. Hablan lenguajes inconmensurables, con códigos distintos y desconocidos. El planeta Tierra es ya un gran experimento del que todos formamos parte. El clima ha dejado de ser una preocupación local para convertirse en una cuestión global. Las crisis sanitarias, alimentarias, urbanísticas y económicas han adquirido características dinámicas y atraviesan fronteras expandiéndose por territorios nuevos a cada momento y reclamando soluciones constantemente. Cada día encontramos en nuestras mesas nuevos productos con nombres de resonancias exóticas, diseñados a medida y llenos de referencias científicas en sus envases. La abundancia en unos lugares provoca escasez, pobreza, descontextualización en otros. Lo local se ha convertido en global y lo universal afecta a lo local. El conocimiento se ha convertido en la última y más atractiva de las commodities.

Urge una reconfiguración de ambos lados, el social (el de las identidades) y el natural (el del conocimiento). Dos esferas, insistimos, separadas artificialmente para construir nuestra modernidad. Dos conceptos aparentemente opuestos que ahora vuelven a cruzarse. Medio ambiente, urbanismo, política, patrimonio, asociaciones civiles, objetos naturales y construcciones humanas. Todos son actores a tener en cuenta y todos reclaman su cuota de representación. No hablamos solo de impacto medioambiental o de política. No son solo cuestiones estéticas o cálculos de flujo viario. Cada grupo esgrime sus armas y convoca a sus expertos. Cada bando despliega informes científicos, documentos históricos, querellas ciudadanas y argumentos legales. Todo relacionado e igualmente válido. Naturaleza y Cultura unidas de nuevo.

Y son cada día más numerosos los ejemplos que tenemos de las bondades del saber fronterizo e híbrido. Los beneficios de viajar desde el orden y la disciplinariedad hacia el desorden y la transdisciplinariedad. Desde los sistemas bien definidos hacia los sistemas complejos y emergentes. Desde las formas linneanas de clasificación a los ecotonos de los ecólogos. Desde las teorías sobre el funcionamiento del cerebro modular en el que diferentes funciones se ubican en regiones concretas, al cerebro que funciona como una red con funciones que no están tan claramente definidas. Un cerebro donde hay mucho orden pero también abundante desorden. Inmersos en un proceso creciente de complejidad, no son pocos los adláteres de una tercera cultura (hibridación entre ciencias y humanidades) y en la mente de todos resuenan los nombres de C. P. Snow y sus dos culturas; del biólogo E. O. Wilson y su consiliencia; del filósofo Michel Serres y su hominescencia; del empresario John Brockman, fundador de la Edge Foundation o de Arthur Koestler y su teoría de la bisociación (The Act of Creation).

Hoy es evidente para todos que el conocimiento y la innovación son artefactos complejos y construidos, actividades humanas sujetas a valores, situadas, locales y fuertemente influidas por los contextos donde se desarrollan, sean estos los espacios de trabajo, los protocolos o las redes de contactos. Siempre ha sido así pero parece que la complejidad va en aumento. Los laboratorios fueron los lugares canónicos de producción de ciencia y la división en disciplinas la manera más eficaz de organizarnos, pero hace tiempo que los objetos desbordaron las paredes de las salas blancas y los límites disciplinarios. Hace tiempo que nos dimos cuenta de que los muros del laboratorio son estructuras permeables, flexibles y moldeables. Lugares llenos de ciencia y sociedad, de datos y pasiones, de cerebro y cuerpo. Hace tiempo que sabemos que la innovación no está encerrada en los departamentos de I+D+i sino que demanda mucha más transdisciplinariedad y nuevos protocolos y estrategias que hagan posible la colaboración entre distintos perfiles, entre saberes distanciados y entre espacios separados y estancos. No insistimos. Son numerosas las referencias. Debemos avanzar entre el elogio del orden y la promesa de la desorganización (Lafuente 2012), debemos ser capaces de valorar e incentivar lo que sucede en las medianías, en los intersticios y en los rincones de lo canónico, debemos saber gestionar la doble deriva de la hiperespecialización y la recombinación.

EL CUESTIONAMIENTO DE LA AUTORÍA
O igual estoy buscando
que la investigación sirva para demostrar
que las frases son de todos,
que no existe la autoría,
que el origen real de cualquier frase
se pierde en la noche de los tiempos.
Enrique Vila-Matas, Aire de Dylan.

En 1985, Italo Calvino fue invitado por la Universidad de Harvard a impartir unas conferencias en el marco de las reputadas Charles Eliot Norton Lectures. Los textos se publicaron de manera póstuma bajo el título de Seis propuestas para el próximo milenio. Treinta años más tarde, los valores que identificó como características para una literatura del futuro (ligereza, rapidez, exactitud, visibilidad y multiplicidad) describen nuestro mundo de una manera sorprendentemente precisa. Calvino forma parte de un club de autores preocupados por el papel del lector en la literatura. Muchos consideran a Vida y opiniones del caballero Tristam Shandy, de Laurence Sterne, como su novela fundadora. Tristam Shandy es una de las primeras novelas híbridas de la literatura, probablemente la primera novela-ensayo de la historia, una novela llena de humor, ironía y complicidades entre autor, narrador y lector. Una novela del ensamblaje y fronteriza. Para Calvino, Sterne o Barthes, Borges, Pitol, Pynchon o Vila-Matas, el lector no es un mero consumidor sino un productor del texto. Los textos dejarían de ser solamente objetos legibles para ser al mismo tiempo escribibles, es decir, reinterpretables. Textos con un lector activo que deja de lado la pasividad para convertirse en cocreador. Es en la lectura equivocada, en el error interpretativo donde surge la posibilidad de innovar. Cuando el texto abandona a su autor, cuando es leído por otros y por tanto interpretado y malinterpretado, reentendido y reelaborado, entonces comienza la verdadera creación.

No faltan los ejemplos a lo largo de la historia de prácticas donde la innovación surgió de la mezcla y la reelaboración, del encuentro fortuito con lo inesperado y lo novedoso, de la riqueza de la conexión entre objetos alejados (los cafés decimonónicos). Durante los siglos XVII y XVIII, fue habitual entre intelectuales, estudiantes, escritores o simplemente lectores mantener cuadernos donde recogían citas de otros autores, referencias bibliográficas, fragmentos de textos leídos, recetas médicas, poemas, fórmulas legales y oraciones. Los commonplace books eran espacios para consignar la memoria, para la apropiación y la reelaboración de fragmentos de textos de otros, para filtrar y compilar conocimiento y hacerlo accesible. Reflejaban los múltiples intereses de una persona y servían para reunir en un mismo espacio saberes y disciplinas distantes. Fueron, probablemente, una de las mejores tecnologías de la época para la innovación. No son pocos quienes quieren ver en ellos una especie de blogs avant la lettre, una forma analógica de selección y curación de contenidos, una forma de agregar y mostrar contenidos de otros. Fueron tan populares que hoy disponemos de numerosos ejemplos entre los que destacan el Commonplace book de John Milton, el A Certain World del poeta W. E. Auden, el Sur Plusieurs Beaux Subjects de Wallace Stevens o el excepcional Libro de los Pasajes de Walter Benjamin. Hojear sus páginas es sinónimo de sorpresa y encuentro fortuito. Desde ellos surgía la apropiación, la mezcla y la creación. Transcribir alentaba a la transformación, la interpretación y, por tanto, a la innovación. Recoger pasajes animaba a pasar de la lectura a la escritura. Cada encuentro con sus páginas era una promesa hacia lo inesperado. Son la mejor prueba de que cuando el acceso al conocimiento y a los datos es abierto y cuando se permite la combinación y la remezcla, entonces surge irremediablemente la innovación. Son un ejemplo de lo que Jeff Jarvis ha denominado la economía del link. Hoy, cuando el contenido se ha convertido en una mercancía (commodity), es claro que lo que genera valor es la conexión entre objetos (contenidos y personas). Atrás queda un modelo de creación basado en la escasez. Ya hay quien va más allá afirmando que nos encontramos en la economía del like, donde lo importante es la faceta social y de comunidad vinculada a los nuevos modelos de negocios digitales. Pero los enlaces y las conexiones no son suficientes. Para que surja la innovación no solo es necesario el acceso a datos y contenidos sino también la posibilidad de mezcla, la descontextualización y la transformación. Reunir en un mismo espacio fragmentos de textos provenientes de múltiples autores y hacerlo sin necesidad de pedir permiso supone sentar las bases para la creatividad y la innovación. Sin copia, sin reelaboración no hay transformación ni innovación. Los ecologistas hablan de la productividad de un ecosistema como un indicador que mide cómo se transforman los nutrientes en crecimientos biológicos. La fuerza de los ecosistemas reside en su capacidad para poner en contacto y relacionar objetos que creíamos separados. Son espacios densamente interconectados. Crear redes, enlazar ideas y palabras, habilitar nuevos espacios digitales en red son maneras de incrementar la productividad del sistema. Podríamos poner más ejemplos para mostrar que siempre hubo hibridación y mezcla, que siempre hubo necesidad de conexión y transdisciplinariedad, que siempre hubo formas de hacer donde reinaba lo que ahora denominamos cultura digital y donde el conocimiento surgió de provocar desorden sobre el orden construido. Abundan. Basten estos para mostrar que siempre hubo conocimiento y prácticas desarrolladas en la periferia y soportadas sobre el valor de la conexión.

LA TRANSFORMACIÓN DIGITAL
Envejecemos cuando nos damos cuenta
de que empieza a sobrarnos un poco de pasado.
Julio Ramón Ribeyro, La tentación del fracaso.

En octubre del 2004 tuvo lugar la primera de las Conferencias de la Web 2.0, patrocinadas por O’Reilly Media y Medialive. El término Web 2.0 fue acuñado en 1999 en un artículo de la consultora de la información Darcy DiNucci con el visionario título de «El futuro fragmentado». El término adquirió popularidad tras ser reintroducido por John Battelle y Tim O’Reilly durante la conferencia inaugural de este congreso titulada: «La web como plataforma». Su relevancia no se encuentra tanto en su valor tecnológico o sociológico como en su capacidad de comunicación, en haberse convertido en un meme, un icono de nuestro tiempo. Y aunque el término Web 2.0 no es sinónimo de Internet ni de todo lo que ha sucedido y sucede en la Red, de alguna manera popularizó una nueva manera de hacer las cosas. Sirvió para que una gran mayoría supiéramos de la existencia de la nueva cultura de lo digital basada en la participación, la colaboración, el beta perpetuo, la creatividad, la levedad de los modelos de programación, la ubicuidad de las conexiones, la gestión horizontal, lo abierto, y la constante y veloz actualización de contenidos.

La historia sitúa hacia los años cincuenta del siglo XX los primeros antecedentes de Internet y en el año 1989 el surgimiento de la web con el protocolo HTTP y el hipertexto HTML. Desde sus inicios, Internet se convirtió, contra todo pronóstico, en un espacio de libertad, regido por las lógicas de lo horizontal, lo distribuido, lo abierto, lo colaborativo y lo participativo. Reglas y protocolos que fueron posibles gracias, por un lado, al modo en que nació, como una red neutral para la transmisión de datos; y, por otro, al proceso de innovación legal que se inició en el contexto del software libre con la Licencia Pública General (GPL) y que ha continuado con el desarrollo de una gran variedad de licencias que responden a la complejidad del contexto digital. La combinación de protocolos abiertos y licencias libres permitió aprovechar todo el potencial generativo de la Red, al favorecer la conexión entre personas y la circulación de la información y el conocimiento y al incentivar su reutilización, remezcla y mejora.

Su carácter abierto y distribuido ha permitido el desarrollo de grandes proyectos y ha configurado una cultura digital (no la única, ni la hegemónica) caracterizada por el hackeo constante y la remezcla. Una cultura que crea valor desde la riqueza y la multiplicidad que surgen del aprovechamiento de la inteligencia colectiva. Alrededor de la Red se ha desarrollado un ecosistema sostenido de innovación sobre el mantra de lo abierto, las comunidades de interés, la accesibilidad a los datos, la comunicación constante, el poder de las redes y la exactitud que proporciona la transparencia. Una red en constante cambio gracias a la innovación que sucede por el ensamblaje y por la mezcla. Una red convertida en una piel digital (Freire 2007) que se renueva constantemente y que se superpone a nuestra realidad corpórea afectando a todas las actividades de nuestra vida sean estas económicas, culturales, sociales, ciudadanas, profesionales, personales, privadas o públicas.

La Red es también un gran archivo de información, un gigantesco commonplace book mantenido y enriquecido por todos. Un lugar donde los llamados trail blazers (Bush 1945) bucean en los vastos océanos de información, enhebrando un documento con otro, dejando una estela de significado entre las olas de ruido, contradicción y redundancia. Un lugar común y compartido, un laboratorio de producción colectiva en el que tenemos la posibilidad de acceder, reordenar, modificar y reelaborar constantemente la información y el conocimiento. Un lugar, también, donde las instituciones que tradicionalmente tenían la exclusividad para producir y difundir conocimiento (el laboratorio, la universidad, la academia, el museo, la empresa o la escuela) se han visto obligadas a tener en cuenta y a incorporar procesos de trabajo y de gestión colaborativos y permeables a la participación. Surgiendo así constantemente nuevo conocimiento producto de la mezcla, lo inesperado, lo imprevisible y lo diferente.

Los híbridos del conocimiento han desbordado las paredes de las aulas, los laboratorios, las empresas y las academias. Su proliferación ha invadido las rígidas estructuras de los departamentos, los equipos y las disciplinas. Muchos han salido a la calle, otros saltan de una disciplina a otra con la facilidad y la espontaneidad de lo joven y lo natural. La gran revolución que estamos viviendo está directamente vinculada a la producción y a la distribución de conocimiento, pero también a la transformación de las prácticas, los procesos y las formas de crearlo y, por tanto, a los lugares y los espacios donde se produce. El trabajo hace tiempo que dejó de ser un lugar a donde ir, el aula se ha expandido y la innovación hace tiempo que salió de los departamentos de I+D+i. En el nuevo milenio que avanzaba Calvino, el conocimiento circula por la Red sin peso, sin ataduras físicas, traspasa muros y se intercambia.

GRANULARIDAD, COLABORATIVO, MISCELÁNEO, EN RED
Queremos ver también por otros ojos,
imaginar con otras imaginaciones,
sentir con otros corazones.
C. S. Lewis, La experiencia de leer

Insistimos, en los últimos años hemos presenciado el continuo descubrimiento de nuevas formas de crear, inventar y trabajar juntos. La Red se ha convertido en un espacio de encuentro entre personas con diferentes tradiciones y sensibilidades y en un espacio de serendipia 1 y descubrimientos azarosos impulsados por la cultura de lo abierto, la colaboración y lo transversal. Un espacio de ensamblaje y creación, posible gracias a las múltiples y no previstas conexiones que se dan entre personas, objetos y saberes provenientes de diferentes tradiciones, sensibilidades y trayectorias. Un espacio de visibilización de lo invisible. Un mapa de lo minúsculo y lo insignificante, de lo raro y lo común. De lo periférico y lo olvidado.

Es precisamente su naturaleza como espacio de múltiples conexiones, más allá de las parcelaciones históricas del conocimiento o de la secular separación de actores, lo que ha hecho posible la explosión de la innovación. La razón de su éxito es su capacidad para crear entornos y favorecer espacios comunes donde encontrarnos y colaborar, muchas veces incluso en contra de nuestra tendencia natural. Su gran aporte consiste en su capacidad para generar conexiones y mantenerlas. La Red ha hecho cierta la frase de Musil donde afirma que «si existe el sentido de la realidad, debe existir también el sentido de la posibilidad. Cabría definir el sentido de la posibilidad como la facultad de pensar en todo aquello que podría igualmente ser, y de no conceder a lo que es más importancia que a lo que no es».

Abundan los proyectos digitales basados en esta manera de hacer. Grandes proyectos han sido posibles no solo porque en ellos han participado expertos, sino, sobre todo, porque se han construido sobre nuevas prácticas y procesos y han favorecido la articulación de comunidades y múltiples maneras de participación. Incluidas las formas de participación débil como pueden ser corregir erratas o añadir un enlace.

Si aceptamos que las formas de clasificación de la información y de organización del conocimiento están condicionadas por el tipo de tecnología empleada para su registro y que esta clasificación condiciona a su vez el conocimiento generado a partir de ellas, las nuevas tecnologías de la información han traído consigo una suerte de nuevo desorden digital en el que todo se vuelve misceláneo (Weinberger 2007). Categorías que antes se nos mostraban como opuestas están ahora conectadas: ciencias/humanidades, productor/consumidor, profesional/amateur, experto/principiante, público/privado, personal/profesional.

En lo que respecta a la organización del conocimiento, estas transformaciones tienen consecuencias importantes que afectan de lleno a la construcción de archivos digitales. El sistema Dewey y la Clasificación Decimal Universal se crearon con el fin de ordenar las bibliotecas y que cada libro ocupara un lugar en la clasificación: el 1 Filosofía y Psicología; el 2 Religión y Teología; el 3 Ciencias Sociales (y de ahí a lo más específico: el 34 Derecho y 341 Derecho Internacional). Estos sistemas cuentan con diversas maneras para relacionar distintas materias. Así, los dos puntos se utilizan para expresar la relación entre dos áreas distintas; por ejemplo 17:7 sería la moral en relación con el arte. A pesar de las posibilidades de relacionar unos contenidos con otros, lo cierto es que cuanto mayor es el número de volúmenes, mayor es el espacio necesario para almacenarlos y mayor la distancia física entre unos campos del conocimiento y otros. Lo que al final nos encontramos es el conocimiento no solo extremadamente parcelado sino situado en extremos opuestos e incluso en ubicaciones físicas distantes.

Pero cuando el acceso a cualquier documento es posible desde un mismo lugar y los documentos contienen numerosos enlaces a otros documentos, parece como si esa distancia que existía entre las disciplinas se acortara. Que la artificiosa separación iniciada entre Hobbes y Boyle se difuminara y todo (saberes, personas, redes, expertos, conocimiento, amateurs, ciencia, política, afectados, sociedad) quedara al alcance de unos pocos clics.

Abundan también los ejemplos donde la Red ha favorecido la conexión de colectivos y conocimientos distantes, que han superado la barroca dicotomía entre expertos y legos. Proyectos protagonizados por ciudadanos cuyas demandas y preocupaciones tecnológicas, culturales, sociales, medioambientales o sanitarias «les han conducido hasta la lectura y discusión competente de temas especializados y hasta muy recientemente reservados al mundo académico» (Lafuente 2007). Ciudadanos hackers en el sentido de poseer una gran pasión y entusiasmo por lo que hacen. Ciudadanos que conforman comunidades de afectados para encontrar soluciones a sus problemas generando conocimiento basado en la propia experiencia. Un público recursivo «interesado en el mantenimiento material y práctico y en la modificación de los aspectos técnicos, jurídicos, prácticos y conceptuales de su propia existencia como público. Es un colectivo independiente de otras formas de poder y es capaz de hablar de formas de poder a través de la producción de alternativas que realmente existen» (Kelty 2008).

Además, las lógicas y los procesos colaborativos abiertos de la Red hace tiempo que han ocupado el espacio físico. Lo virtual, también hace tiempo, se convirtió en material, los bits en átomos, el software libre en hardware libre. Constantemente surgen proyectos e iniciativas híbridas, pasajes de conexión entre un lado y otro, mapas que se transforman en espacio urbano. Las nuevas metodologías del encuentro y la experimentación, los barcamps, los hackathones, los hack meetings, los booksprint y los bookcamps son solo algunas de las múltiples caras de estos nuevos híbridos.

Si los últimos diez años han sido los de la irrupción y la democratización de nuevas formas de innovación, creación, producción, comunicación y trabajo colectivo, los próximos diez serán los de su aplicación al mundo real, al mundo de los átomos, sostienen los defensores del movimiento Maker (Anderson 2012). Argumentan que en los próximos años veremos cómo la cultura digital, el diseño digital, la impresión 3D y los nuevos sistemas de microfinanciación como el crowdfunding, transformarán nuestra manera de producir y manufacturar objetos desafiando la producción en masa. La gran transformación a la que nos enfrentamos ya no será tanto la de la forma de hacer las cosas sino la de quién y dónde las hace. La revolución que nos anticipa es el encuentro entre tecnología, fabricación, comunidades y necesidades. Desdibujados los contornos entre lo físico y lo digital, los nuevos entornos y procesos, los Fablabs, el Do it Yourself (DIY), el Do it Together (DIT), el aprender haciendo (learning by doing), Arduino y el Processing, plataformas como Thingiverse (Digital Designs for Physical Objects) y las comunidades como la Reprap, representan una forma de hacer imbuida de cultura digital. Nos hacen casi tocar un futuro no dominado por la estandarizacióny las economías de escala sino por la personalización y las pequeñas tiradas. Nuevas realidades donde lo interesante es su capacidad de creación, experimentación y aprendizaje. Y donde la fascinación que provocan proviene de su capacidad para transformar directamente la realidad, creando objetos físicos desde lo digital. Su fuerza está en su capacidad para crear comunidad y conocimiento compartido.

DE LO DIGITAL A LO FÍSICO: LOS NUEVOS LUGARES DE LO TRANSDISCIPLINAR
Dadme un cambio de la palabra precisa,
dadme el acento indicado y moveré el mundo.
Joseph Conrad, Crónica personal

El pasado 16 de mayo el Festival internacional de Arte, Tecnología y Sociedad Ars Electronica 2013, que se celebra en la ciudad austriaca de Linz, premió con su máximo galardón, el Nica de Oro 2013, al proyecto vecinal del Campo de Cebada. La historia comienza hace 150 años con la inauguración en Madrid, en 1875, de una compleja e innovadora estructura de hierro y cristal para alojar el mercado cubierto en el barrio de La Latina, sustituyendo así a los viejos puestos, solucionando un problema de abastecimiento y resolviendo los problemas de higiene de los puestos callejeros. Nos encontramos por tanto ante un nuevo ejemplo de objeto híbrido y complejo, que al igual que las epidemias de cólera londinenses, reclamó para su puesta en marcha la implicación de políticos, ingenieros, higienistas, mercaderes y vecinos. El Mercado de la Cebada fue un lugar de encuentro y reunión, un lugar de articulación vecinal y símbolo de un barrio. En 1956, recurriendo a expertos y amparando la decisión en problemas higiénicos, se decidió derribar la vieja estructura y construir el actual mercado de hormigón. En 1968, en un solar junto al Mercado, se construyó el Polideportivo Municipal, una zona de servicio para los vecinos más acorde con las dinámicas sociales del momento. Y así permaneció hasta el año 2006 en el que, justificándose una vez más en los nuevos hábitos de compra y de vida del siglo XXI, el Ayuntamiento de Madrid elabora un Plan de Mejora y el derribo del Polideportivo y del Mercado. El Polideportivo se demolió en agosto del 2009 (el mercado aún sigue en pie). Un año después, y ante el abandono del solar y la inactividad municipal, se pone en marcha una iniciativa vecinal para la reactivación temporal del espacio. Se propone «aprovechar esta oportunidad, evitando que el solar permanezca como un espacio vacío y abandonado […] Se plantean otras posibilidades de experiencias ciudadanas, colectivas, libres y públicas». Surge así la iniciativa de El Campo de Cebada, en donde tan importantes son las actividades como las prácticas y las maneras de organizarse y de tomar decisiones. Un proyecto que nace híbrido, simultáneamente digital y analógico, céntrico y periférico, público y comunal, vecinal y consistorial, crítico e integrador, lúdico y reflexivo. El Campo de Cebada es, desde entonces, un continuo de acciones y proyectos donde el uso siempre ha precedido a la forma.

Más allá de la relevancia del premio otorgado por Ars Electronica, lo verdaderamente interesante y lo que simbólicamente es más importante es que un proyecto tan físico como la ocupación y recuperación de un espacio vecinal y su posterior utilización colectiva haya recibido el premio en la categoría de «comunidades digitales», certificando así la transformación de lo que venimos hablando: la hibridación entre lo físico y lo digital, tanto en las maneras de hacer como en los espacios. El jurado ha considerado que la gestión hecha es un ejemplo de transparencia y open data. La separación entre mundos virtuales y reales, presenciales y a distancia, físicos y digitales hace tiempo que dejó de tener sentido.

El Campo de Cebada es uno más de los nuevos espacios imbuidos de unas maneras de hacer y de unas lógicas de organización y trabajo que crean conocimiento e innovación desde la hibridación, la inclusión, el ensamblaje, la colaboración y la participación. Su valor no reside tanto en su programación como en la variedad de proyectos y encuentros que surgen y suceden desde las comunidades y desde los grupos de trabajo que utilizan físicamente estos espacios, así como desde aquellos que participan en sus espacios digitales. Son lugares siempre en construcción, proyectos, prototipos y betas en sí mismos. Espacios flexibles, cambiantes y que evolucionan. Objetos vivos.

Proyectos como este ponen de relieve la posibilidad de interacción social en los espacios públicos de las ciudades más allá de lo que Erving Goffman (1967) denominó la desatención cortés: «Cada individuo indica al otro que se da cuenta de su presencia pero evita cualquier gesto que pudiera considerarse demasiado atrevido». Nos hemos habituado a que la comunicación entre extraños no vaya más allá de esa «forma mínima de ritual interpersonal» y a que los recursos en el espacio público sean gestionados por las administraciones públicas o por las entidades privadas. Experiencias como la de El Campo de Cebada, nos permiten mirar el mundo de otra manera, ver otras cosas, aquello que estaba oculto o era demasiado pequeño para ser visible con nuestras disciplinadas lentes. Nos permiten superar la dicotomía entre el mundo físico, regido por la escasez, la jerarquía y la competencia, y el mundo digital, donde predomina la abundancia, la cooperación y la participación. El Campo de Cebada no pertenece al mundo de los átomos como tampoco al de los bits. Es una cosa y la otra. Es un objeto híbrido construido con mucho conocimiento y mucha sociedad, con mucho Boyle y mucho Hobbes. Es un Soho londinense y también un café decimonónico. Es un mercado público y un commonplace book. Y es, sobre todo, un espacio paradigmático de los nuevos espacios, espacios físicos gestionados con la lógica digital, espacios de negociación, combinación, compromiso y corresponsabilidad.

Con ellos cobra sentido la idea de un público capaz de cooperar y construir protocolos y reglas para producir y gestionar los recursos, y resurge al mismo tiempo la vieja noción de procomún. Un concepto que hace referencia a las formas comunales de producción y gestión de recursos por parte de una comunidad que es capaz de coordinarse a sí misma y generar modos de organización y de uso de un bien común. Elinor Ostrom (2009) ha explorado cómo entre el individuo atomizado y las formas de gobierno autoritario hay un amplio espectro de asociaciones colectivas voluntarias que pueden desarrollar a lo largo del tiempo reglas eficientes y equitativas para el uso de recursos comunes generando una gran diversidad institucional acorde con la complejidad específica de los recursos gestionados y de los contextos en los que se ubican. Los bosques y pastos comunales o las comunidades de regantes son algunos de los ejemplos clásicos de procomún, pero también podríamos incluir las lenguas, el aire o la biodiversidad. Internet y muchos de los proyectos de la Red son nuevas formas de procomún que incorporan características propias: el carácter distribuido de sus comunidades, la replicabilidad y la economía de la abundancia que caracteriza lo digital en la Red.

A la luz de estas mismas lógicas colaborativas, descentralizadas, abiertas y autoorganizadas propias de la Red, y aprovechando el potencial de la comunicación cara a cara del espacio físico, han surgido en los últimos años una gran cantidad de iniciativas culturales que tratan de dar respuesta a la complejidad, superando el reduccionismo, transitando más allá de las disciplinas e incorporando las posibilidades que ofrece lo digital para generar espacios de encuentro y de experimentación colectiva: medialabs, citilabs, hacklabs, living labs. Espacios que a diferencia de las instituciones tradicionales, como el museo o el centro de arte, no tienen como función principal la conservación y difusión de los bienes culturales; no buscan, como el laboratorio o la academia, una única y falsable solución a las preguntas; no pretenden instruir como la escuela sino fomentar el aprendizaje; y no miden la innovación en un renglón de la cuenta de resultados, como la empresa.

La función principal de estos espacios es la de proporcionar contextos en los que los ciudadanos puedan desarrollar sus capacidades contribuyendo a la construcción de proyectos colectivos. La innovación surge del trabajo de grupos transdisciplinares por naturaleza, grupos heterogéneos de profesionales y amateurs, expertos y principiantes, que no solo se preocupan por la producción de los proyectos, sino también por los aspectos técnicos, jurídicos, prácticos y conceptuales de los laboratorios y por su mantenimiento material. Caracterizados por ser al mismo tiempo físicos, digitales, y transdisciplinares en su concepción, estos lugares están impulsados en ocasiones desde los ámbitos de lo público como también desde lo privado, lo ciudadano y lo comunal.

A MODO DE CONCLUSIÓN
Para innovar hay que desorganizar:
desburocratizar, descentralizar o desjerarquizar.
Antonio Lafuente, La promesa de la desorganización

La historia oficial del conocimiento va en paralelo a la historia de nuestra modernidad, o dicho de otra manera: nuestra modernidad se sustentó en un relato específico de cómo y dónde se producía y difundía el conocimiento. Es el relato del orden y la clasificación, del progreso de la ciencia gracias a la parcelación y a la demarcación. Una historia de éxito soportado en los pilares de la especialización, la reducción, la simplificación y los protocolos. Un relato que tuvo que ignorar la complejidad para ser eficiente. Y que, ignorando esa complejidad, tuvo que dejar de lado otros relatos posibles, otros actores, otros lugares, otras tradiciones, otras maneras de ver y hacer. A pesar de ello, como hemos visto, siempre hubo sitio para lo distinto, lo marginal, lo alternativo y lo crítico. Junto al orden siempre hubo desorden. Al lado de una academia siempre hubo un café y enfrente del laboratorio sótanos y garajes donde intervenían y se seguían otros protocolos. Frente a los expertos siempre hubo aficionados y amateurs. Junto a la metrópoli siempre hubo periferia. Los últimos 60 años han sido los del cuestionamiento del conocimiento como una tarea exenta de valores, los de la aceptación de la crítica como una responsabilidad de todos, los de la normalización de la complejidad y la irrupción de los sistemas emergentes, los de la gestión a través de la autoorganización y la inclusión de las minorías. Han sido los años de la proliferación de los híbridos y la aceptación del riesgo, la asunción de nuevas formas de autoridad y el sueño de nuevas formas de representatividad. Hemos visto, entre otras cosas, cómo todo experimentaba un proceso creciente de digitalización primero y ahora de desvirtualización e hibridación. Hemos asistido a la colonización de lo físico por las lógicas y maneras de hacer digitales (horizontalidad, transparencia, conectividad, distribución, red) que ha generado nuevos híbridos, nuevos espacios y nuevas prácticas.

Son nuevos espacios para innovar, para trabajar y para aprender. Nuevos espacios más aptos para abordar la naturaleza híbrida, compleja, local y situada de las cosas. Nuevos espacios que han explorado formas de producción, comunicación, relación, gestión de proyectos y aprendizaje colectivos. Lugares que valoran lo informal y se construyen sobre estructuras de organización descentralizadas. Herederos de tradiciones distintas, de los cafés, las tertulias, los salones, las sociedades científicas, las expediciones. Laboratorios abiertos a cualquiera, más allá de su disciplina, sus títulos y sus posibilidades de implicación. Lugares diseñados pensando especialmente en el encuentro, la colaboración y el intercambio. Espacios para experimentar con los saberes sin la tensión de la legitimación. Lugares donde caben la vida, los cuerpos y los afectos. Lugares de la transdisciplinariedad. Lugares para la transdisciplinariedad.


NOTA

1 . Una serendipia es un descubrimiento o hallazgo afortunado e inesperado que se produce cuando se está buscando otra cosa distinta. Fuente: http://es.wikipedia.org/wiki/Serendipia < Regresar


REFERENCIAS

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